NOVIEMBRE de 2021
Hermano:
«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor:
amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente, con todo tu ser»
«Siento dentro de mí la fuerza de un nuevo comienzo. Al
atardecer sonrío, al amanecer estoy lleno de ganas. No estoy solo en la vida,
veo una red de vínculos que me da esperanza»
Una mujer sin vacunar, primer contagio por la variante delta
plus en Asturias. Es la variante considerada de mayor transmisibilidad y
capacidad de contagio. Fallece la asturiana contagiada con la variante delta
plus.
Antes de hablar necesito pensar si me conviene decir lo que
pienso. Tengo que ver si enaltece a quien lo escucha, si levanta al débil y al
desvalido, si anima al que ha perdido la esperanza. Quiero ver si no son
agresivas mis palabras, si unen y no dividen. Antes de hablar quiero pensar
palabras sabias, tejidas en el corazón de Dios, en oración, en el silencio del
alma. Quiero pensar si lo que voy a decir construye y edifica, porque hay
muchas personas rotas que necesitan una reconstrucción de sus vidas. Quiero
saber si lo que voy a decir es conveniente, o no ayuda, a menudo mis palabras
son superfluas, son banales, son innecesarias. Hablo por no callar. Digo las
cosas por no permanecer en silencio. Y me equivoco. Por eso hoy, una vez más,
me detengo a pensar si lo que voy a decir es verdad, la mentira se encubre bajo
parciales verdades. No quiero que mis palabras expresen sólo un sentimiento que
tengo. Importa lo que siento, pero a veces no ayudo con lo que digo hablando
desde mi herida. Cuando lo que digo está teñido de rencor, de rabia, de
indignación, de desaliento, sé que no ayudaré a nadie. Mis sentimientos son
caballos desbocados que me llevan a dejar salir de mí palabras que hieren,
hacen daño, denigran, difaman, hunden. Mis palabras pueden hacer mucho daño y
sé que cuando las pronuncio, o cuando las escribo, ya no hay remedio, son
lanzadas al viento y ya no pueden volver atrás. No puedo volver a comenzar, no
regreso al momento anterior a su nacimiento, es demasiado tarde. He dicho lo
que pensaba, lo que sentía y si me he equivocado ya no puedo remediarlo. Lo
dicho, dicho está. Ya he pasado la línea que separa la prudencia de la
imprudencia. He dicho lo que no convenía, era innecesario, pero pensé que yo lo
necesitaba. No tengo derecho a decir todo lo que pienso. Caiga quien caiga, sin
importarme las consecuencias. Cuando no pienso antes de hablar, cuando no
calculo las consecuencias, me equivoco. En ese preciso momento comprendo que mi
silencio es lo único que me salva siempre. Aunque es verdad que hay palabras
que ayudan y construyen. Hay momentos en los que tengo que pronunciarme y decir
algo, tratar de acompañar la vida que se me confía. Me piden un consejo,
esperan una palabra de aliento, aguardan por mi respuesta. En esos momentos mi
silencio no salva a nadie. Entonces hablo, pero pensando antes lo que procede.
Conozco personas que tienen ese don de saber decir lo que corresponde en cada
momento, la palabra precisa, el consejo sabio. Saben dar el abrazo que cubre
mil silencios y tienen la habilidad de levantar al caído con la delicadeza de
Dios. Las conozco y me da una envidia sana ver lo bien que saben lidiar con el
dolor ajeno. Tienen tanto respeto en sus dedos que sus caricias sanan heridas
profundas del alma. Esas personas tienen un don del cielo y en ellas habla
Dios. También hay otros que son siempre imprudentes y no sé cómo acaban
diciendo lo que no conviene. Hieren sin querer herir. Y despiertan expectativas
al prometer lo que no tienen. Sus silencios no valen cuando se esperan
palabras. Y su forma de decir las cosas es a menudo dolorosa. Yo me muevo en
esa línea tenue y llena de dudas. Y no sé si tengo que hablar o callar muchas
veces. Ya no sé qué me conviene más. Digo lo que no corresponde, me equivoco y
no puedo olvidar mis errores. Sé que las palabras crean una realidad hasta ese
momento inexistente. O tal vez existía en mi historia pasada, o en mis
pensamientos y sale a la luz de repente. Son las palabras un arte que tengo
para decir con amor lo que pienso, lo que siento. No puedo eludir las palabras,
pero tengo que aprender el lenguaje que el otro entiende. Ponerme en su lugar,
adaptarme a su forma de entender lo que digo. Ser prudente, sincero y amable.
Decirlo todo con amor, callar con misericordia. Las palabras al ser
pronunciadas, escritas, cobran vida de repente y deciden el camino que seguirán
los acontecimientos. Son un torrente que brota de la profundo de la tierra sin
que yo lo pueda detener cuando ha comenzado a fluir. Puede que mis palabras
sean razonables y verdaderas. Puede que incluso necesite decir lo que siento
para sentirme en paz. Al escribirlo, al decirlo, se ordenan mis pensamientos y
entiendo mejor lo que me sucede en el alma. Porque no es fácil ordenar los
sentimientos que tengo, las emociones. Expresarlos en palabras me ayuda.
Incluso aunque no las comparta, las guarde para mí y las medite una y otra vez
para calmar mi espíritu. Me gusta pensar que la vida se juega en esa lucha
entre callar y hablar. Puedo acompañar el dolor con caricias y abrazos o pasar
de largo mostrando indiferencia. Puedo decir lo correcto, lo que edifica, o
callarlo por pudor o por miedo. Las palabras nacen en el alma y cobran vida.
Pintan mi hoja en blanco de dibujos en forma de poesía. Expresan mucho más de
lo que parece. Y despiertan vida en las almas que las leen o escuchan
conmovidas. Soy un enamorado de las palabras y de los silencios.
El orden es un valor deseable. Es un bien tener el corazón
ordenado, la vida en orden y la cabeza bien amueblada. Quiero tener las
prioridades claras para que mis actos se correspondan con lo que deseo vivir.
Desearía determinar los valores que defiendo y conseguir que los amores tengan
un orden dentro de mí. Vivir con orden me da paz, mientras que vivir
desordenado me la quita. Hay emociones que surgen en el alma sin saber bien de
dónde vienen. Surgen y me desordenan por dentro. No sé ponerles nombre a mis
emociones, no logro entender lo que siento, por qué lo siento, lo que me pasa
por dentro. No sé explicarlo, no sé expresar lo que estoy sintiendo. Lo que me
duele, lo que me alegra, lo que me inquieta, lo que me turba. Los miedos que se
apoderan de mi alma y me despiertan. Me cuesta saber bien lo que tengo dentro,
comprender mis lágrimas, o esa tristeza honda que no me deja. No sé por qué
reacciono de esta manera cuando lo que ha ocurrido no es tan grave. No
comprendo mi ira, ni mis palabras airadas, ni mi violencia. No me entiendo
cuando la tristeza me invade matando la alegría. ¿Qué me falta para ser feliz?
¿Qué tengo dentro que me sobra? Quisiera abrir el alma y descifrar los signos,
encontrar razones, comprender mis enigmas. Empezar a vivir de verdad con paz en
el corazón, todo ordenado. Pero no me entiendo. Hay un desequilibrio interior
que me hace realizar lo que no deseo, y dejar de hacer aquello por lo que lucho.
Me encuentro roto de repente sin entender las razones. Hay sentimientos dentro
de mí que no conozco, no tienen nombre. Sé que hay un origen, una razón oculta
dentro de mi historia, mirando mi pasado encontraré la causa de todo. Pero
tampoco quiero dedicarme a desenterrar cadáveres de mi ayer. A veces quisiera
que Dios, con una especie de varita mágica, viniera a restablecer el orden
perdido. O tal vez puede ser que sobrevalore en exceso el orden y a la larga no
sea tan importante. No puede ser el orden la motivación última de mis actos.
Como si la meta de mi vida fuera vivir en orden y en paz. Quizás no sea tan
necesario que sea así. No me importa vivir en un cierto desequilibrio,
caminando sobre una cuerda entre edificios, navegando sobre mares revueltos sin
tener todo en orden. No me importa saber que dentro de mí hay fuerzas
imprevisibles sobre las que no tengo el control absoluto. No me importa
reconocer que no todo está claramente definido en mis prioridades y pierdo el
tiempo cuando debería estar invirtiéndolo en bienes seguros. No me preocupa
tanto no saber el nombre de algunas emociones que me turban. Pero me han dicho
tantas veces que no puedo estar desordenado por dentro, que he llegado a la
conclusión de que mi desorden no es bueno. Y me empeño día a día en ordenarme.
Equilibrar el desequilibrio. Lograr que la asimetría con la que nazco y a la
que tiendo sea simétrica. No puedo hacer desaparecer todas las rupturas y
grietas que ha dejado en mí el amor vivido, el odio sufrido. Deseo restablecer la
paz perdida. Recuperar el control de mi ánimo. Igual que empiezo muchas veces
termino reconociendo que no puedo. Solamente si Dios dejara caer sobre mi como
un fuego su mano acogedora cambiaría todo por dentro. Pero cuando me muevo yo
solo fracaso en ese intento. He intentado responder a todas las preguntas que
surgen en un mar confuso dentro de mí. Me faltan respuestas, o me sobran
preguntas. Me falta orden, o me sobra desorden. Intento conseguir una mirada
paciente sobre mí mismo, un amor incondicional es lo que busco, para que me
acepte en mi desorden. Descubro oscuridades dentro de mí que solamente Dios
conoce. Y veo brillar escondida bajo piedras una luz que es mía, de eso estoy
seguro. Brilla como oculta esa fuerza interior que poseo. No me da orden, no
trae el equilibrio perfecto, ni logra la simetría, pero me da el fuego que
necesito para encender mi alma. Brota dentro de mí desde los lugares más
escondidos, desde los espacios más recónditos, desde mis pasados más guardados.
Surge un manantial que no tiene fin, ni límite, ni cauce. Es una fuerza que me
hace pensar que Dios me ha creado para dar luz y esperanza. No para establecer
un orden que no consigo en mí mismo. Me ha hecho con barro y en ese barrio ha
insuflado su vida, una luz que procede de las estrellas. Me reconozco frágil
para llegar a todas las cumbres a las que aspiro. Y mis tropiezos de hoy me
hacen reconocer de dónde vengo y quién soy. Y las emociones que a veces me
perturban me llevan a comprender que seré siempre un enigma incluso para mí
mismo. No tendré el control de todo, no alcanzaré ese orden que sueño. Viviré
mi propio orden en medio de un desorden bendito. Y sabré que en el
desequilibrio de mi vida, en ese torpe equilibrio, Dios me hace fecundo.
Hay personas que tienen luz y sonríen siempre. Son como una
brisa refrescante en medio del calor del día. Son una esperanza en medio del
desánimo, como un lugar de descanso en la carrera. Las miro y me sonríen. Las
dejo ir y vuelven. La libertad es sagrada y el amor también lo es. Hay almas
puras que no se desaniman aún cuando no logran llegar donde pensaban. Me dicen
que se levantan por la mañana soñando con hacer realidad muchos planes. Creen
que serán capaces de ordenar su mundo, y lograr encajar todas sus prioridades
dentro de su alma inquieta. Cada mañana sonríen y vuelven a creer, vuelven a
nacer. Y al final del día tocan con dolor el fracaso de sus planes. No han
podido llegar hasta donde pensaban, no han logrado lo que habían paneado. Y
entonces, aún turbadas por su incapacidad, estas personas se dicen en su
interior, con una fe poderosa: «No pasa nada. Tampoco es tan grave no haberlo
conseguido». Y de nuevo sonríen. Todo parece más fácil con una sonrisa y con
esa actitud. Un fracaso es sólo una derrota, una batalla perdida. Por delante
quedan muchas posibles victorias. No lograr lo que pretendía no puede hundirme.
No puede quitarme la alegría ni la esperanza. Siempre puedo volver a comenzar.
Siempre de nuevo la vida se viste de fiesta. Siempre puede haber alguien a mi
lado recordándome que sí puedo correr y llegar más lejos. No quiero apagar mi
impulso más hondo, mi pasión más auténtica. Vuelvo a comenzar aunque haya
fallado. Y después de haber caído no me desanimo. Sonrío y me digo, no importa
tanto, sigue habiendo vida. Me alegran aquellos que luchan cada mañana por
llegar al final. Por levantarse sin miedo y sabiendo que todo tiene un final.
Lo bueno y lo malo. Lo triste y lo alegre. Toda tormenta acaba con un claro.
Todo infierno es el preludio de un cielo más azul. Los días llegan al final y
sólo la eternidad no tiene principio ni fin. Los gritos se apagan después de
hacer estragos en el alma que los recibe. Y las traiciones dejan surcos en
forma de herida que el tiempo no borra, sólo amortigua el dolor. Saber que nada
es perfecto y todo susceptible de mejorar es lo que hace que la vida sea
diferente. «El deseo de perfección ha aumentado mucho. Tanto más tomo
conciencia de mi miseria y debilidad». La perfección no es posible, no me
salva. No hay un camino perfecto, una persona perfecta, una decisión ideal. No
hay una familia perfecta, ni un amor sin defecto. Veo caras, no corazones. Hay
pecados ocultos, decisiones erradas, fracasos evitables. Todo se diluye con el
paso del tiempo y me asusto al pensar en lo que podría haber sido. Las horas
pasadas nunca vuelven. Y entonces no quiero que el temor a perder me aparte de
la línea de salida. No deseo que el temor a ser rechazado me impide decirte lo
que siento, lo que pienso, lo que amo. Siento dentro de mí una nostalgia
infinita de pasados llenos de luz que fueron un día como esas flores de corta
duración. Hay un deseo muy hondo en mi interior que no logro descifrar. Sé que
es el deseo de amar y ser amado, siempre el mismo deseo que me despierta al
amanecer con la ilusión de lograrlo con el nuevo día. Puedo volver a
intentarlo. Los desamores y sinsabores de la vida no me desaniman, sigo dando
la vida. Siento dentro de mí la fuerza de un nuevo comienzo cada vez que retomo
el ritmo del reloj que no deja de avanzar ante mis ojos. Al atardecer sonrío,
al amanecer estoy lleno de ganas de comerme el mundo. No estoy solo en medio de
la vida, veo una red de vínculos que está tejida a mi alma y eso me da
esperanza. He recorrido caminos difíciles y extraños bien porque los elegí yo o
los acepté habiéndolos elegido otros para mí. He tomado atajos a veces pensando
que llegaría antes que otros, sólo era un juego, y un gran error. Los atajos no
me salvan, más bien me condenan a seguir luchando. No quiero quitarle a la vida
ni el sufrimiento que conlleva ni las alegrías que trae consigo. No le tengo
miedo a los sueños que no se cumplen. Más bien hay en mi alma una luz que
amanece con el sol sin que me dé cuenta. Me gustan las personas que siempre
sonríen, incluso sin motivo alguno. Sonríen porque aman, porque se saben
amadas. Porque han perdido la vida y la han recuperado intacta. Sonríen porque
saben que la noche es el preludio del día y las estrellas esconden en su luz
toda su entrega. Esas almas risueñas me dan alegría, espantan los fantasmas del
miedo y permiten que en su voz brote un canto alegre que no conozco. Una
melodía nueva que inunda el día de esperanza. Una pasión que alimenta el fuego
que quema en mi alma las impurezas.
La tarea de toda mi vida será aprender a amar bien, de forma
libre, dándome siempre por entero y cuidando que aquellos a los que amo sean
felices.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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