lunes, 1 de noviembre de 2021

CARTAS DE ESPERANZA NOVIEMBRE DE 2021


 

NOVIEMBRE de 2021

 

Hermano:

«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser»

«Siento dentro de mí la fuerza de un nuevo comienzo. Al atardecer sonrío, al amanecer estoy lleno de ganas. No estoy solo en la vida, veo una red de vínculos que me da esperanza»

Una mujer sin vacunar, primer contagio por la variante delta plus en Asturias. Es la variante considerada de mayor transmisibilidad y capacidad de contagio. Fallece la asturiana contagiada con la variante delta plus.

Antes de hablar necesito pensar si me conviene decir lo que pienso. Tengo que ver si enaltece a quien lo escucha, si levanta al débil y al desvalido, si anima al que ha perdido la esperanza. Quiero ver si no son agresivas mis palabras, si unen y no dividen. Antes de hablar quiero pensar palabras sabias, tejidas en el corazón de Dios, en oración, en el silencio del alma. Quiero pensar si lo que voy a decir construye y edifica, porque hay muchas personas rotas que necesitan una reconstrucción de sus vidas. Quiero saber si lo que voy a decir es conveniente, o no ayuda, a menudo mis palabras son superfluas, son banales, son innecesarias. Hablo por no callar. Digo las cosas por no permanecer en silencio. Y me equivoco. Por eso hoy, una vez más, me detengo a pensar si lo que voy a decir es verdad, la mentira se encubre bajo parciales verdades. No quiero que mis palabras expresen sólo un sentimiento que tengo. Importa lo que siento, pero a veces no ayudo con lo que digo hablando desde mi herida. Cuando lo que digo está teñido de rencor, de rabia, de indignación, de desaliento, sé que no ayudaré a nadie. Mis sentimientos son caballos desbocados que me llevan a dejar salir de mí palabras que hieren, hacen daño, denigran, difaman, hunden. Mis palabras pueden hacer mucho daño y sé que cuando las pronuncio, o cuando las escribo, ya no hay remedio, son lanzadas al viento y ya no pueden volver atrás. No puedo volver a comenzar, no regreso al momento anterior a su nacimiento, es demasiado tarde. He dicho lo que pensaba, lo que sentía y si me he equivocado ya no puedo remediarlo. Lo dicho, dicho está. Ya he pasado la línea que separa la prudencia de la imprudencia. He dicho lo que no convenía, era innecesario, pero pensé que yo lo necesitaba. No tengo derecho a decir todo lo que pienso. Caiga quien caiga, sin importarme las consecuencias. Cuando no pienso antes de hablar, cuando no calculo las consecuencias, me equivoco. En ese preciso momento comprendo que mi silencio es lo único que me salva siempre. Aunque es verdad que hay palabras que ayudan y construyen. Hay momentos en los que tengo que pronunciarme y decir algo, tratar de acompañar la vida que se me confía. Me piden un consejo, esperan una palabra de aliento, aguardan por mi respuesta. En esos momentos mi silencio no salva a nadie. Entonces hablo, pero pensando antes lo que procede. Conozco personas que tienen ese don de saber decir lo que corresponde en cada momento, la palabra precisa, el consejo sabio. Saben dar el abrazo que cubre mil silencios y tienen la habilidad de levantar al caído con la delicadeza de Dios. Las conozco y me da una envidia sana ver lo bien que saben lidiar con el dolor ajeno. Tienen tanto respeto en sus dedos que sus caricias sanan heridas profundas del alma. Esas personas tienen un don del cielo y en ellas habla Dios. También hay otros que son siempre imprudentes y no sé cómo acaban diciendo lo que no conviene. Hieren sin querer herir. Y despiertan expectativas al prometer lo que no tienen. Sus silencios no valen cuando se esperan palabras. Y su forma de decir las cosas es a menudo dolorosa. Yo me muevo en esa línea tenue y llena de dudas. Y no sé si tengo que hablar o callar muchas veces. Ya no sé qué me conviene más. Digo lo que no corresponde, me equivoco y no puedo olvidar mis errores. Sé que las palabras crean una realidad hasta ese momento inexistente. O tal vez existía en mi historia pasada, o en mis pensamientos y sale a la luz de repente. Son las palabras un arte que tengo para decir con amor lo que pienso, lo que siento. No puedo eludir las palabras, pero tengo que aprender el lenguaje que el otro entiende. Ponerme en su lugar, adaptarme a su forma de entender lo que digo. Ser prudente, sincero y amable. Decirlo todo con amor, callar con misericordia. Las palabras al ser pronunciadas, escritas, cobran vida de repente y deciden el camino que seguirán los acontecimientos. Son un torrente que brota de la profundo de la tierra sin que yo lo pueda detener cuando ha comenzado a fluir. Puede que mis palabras sean razonables y verdaderas. Puede que incluso necesite decir lo que siento para sentirme en paz. Al escribirlo, al decirlo, se ordenan mis pensamientos y entiendo mejor lo que me sucede en el alma. Porque no es fácil ordenar los sentimientos que tengo, las emociones. Expresarlos en palabras me ayuda. Incluso aunque no las comparta, las guarde para mí y las medite una y otra vez para calmar mi espíritu. Me gusta pensar que la vida se juega en esa lucha entre callar y hablar. Puedo acompañar el dolor con caricias y abrazos o pasar de largo mostrando indiferencia. Puedo decir lo correcto, lo que edifica, o callarlo por pudor o por miedo. Las palabras nacen en el alma y cobran vida. Pintan mi hoja en blanco de dibujos en forma de poesía. Expresan mucho más de lo que parece. Y despiertan vida en las almas que las leen o escuchan conmovidas. Soy un enamorado de las palabras y de los silencios.

El orden es un valor deseable. Es un bien tener el corazón ordenado, la vida en orden y la cabeza bien amueblada. Quiero tener las prioridades claras para que mis actos se correspondan con lo que deseo vivir. Desearía determinar los valores que defiendo y conseguir que los amores tengan un orden dentro de mí. Vivir con orden me da paz, mientras que vivir desordenado me la quita. Hay emociones que surgen en el alma sin saber bien de dónde vienen. Surgen y me desordenan por dentro. No sé ponerles nombre a mis emociones, no logro entender lo que siento, por qué lo siento, lo que me pasa por dentro. No sé explicarlo, no sé expresar lo que estoy sintiendo. Lo que me duele, lo que me alegra, lo que me inquieta, lo que me turba. Los miedos que se apoderan de mi alma y me despiertan. Me cuesta saber bien lo que tengo dentro, comprender mis lágrimas, o esa tristeza honda que no me deja. No sé por qué reacciono de esta manera cuando lo que ha ocurrido no es tan grave. No comprendo mi ira, ni mis palabras airadas, ni mi violencia. No me entiendo cuando la tristeza me invade matando la alegría. ¿Qué me falta para ser feliz? ¿Qué tengo dentro que me sobra? Quisiera abrir el alma y descifrar los signos, encontrar razones, comprender mis enigmas. Empezar a vivir de verdad con paz en el corazón, todo ordenado. Pero no me entiendo. Hay un desequilibrio interior que me hace realizar lo que no deseo, y dejar de hacer aquello por lo que lucho. Me encuentro roto de repente sin entender las razones. Hay sentimientos dentro de mí que no conozco, no tienen nombre. Sé que hay un origen, una razón oculta dentro de mi historia, mirando mi pasado encontraré la causa de todo. Pero tampoco quiero dedicarme a desenterrar cadáveres de mi ayer. A veces quisiera que Dios, con una especie de varita mágica, viniera a restablecer el orden perdido. O tal vez puede ser que sobrevalore en exceso el orden y a la larga no sea tan importante. No puede ser el orden la motivación última de mis actos. Como si la meta de mi vida fuera vivir en orden y en paz. Quizás no sea tan necesario que sea así. No me importa vivir en un cierto desequilibrio, caminando sobre una cuerda entre edificios, navegando sobre mares revueltos sin tener todo en orden. No me importa saber que dentro de mí hay fuerzas imprevisibles sobre las que no tengo el control absoluto. No me importa reconocer que no todo está claramente definido en mis prioridades y pierdo el tiempo cuando debería estar invirtiéndolo en bienes seguros. No me preocupa tanto no saber el nombre de algunas emociones que me turban. Pero me han dicho tantas veces que no puedo estar desordenado por dentro, que he llegado a la conclusión de que mi desorden no es bueno. Y me empeño día a día en ordenarme. Equilibrar el desequilibrio. Lograr que la asimetría con la que nazco y a la que tiendo sea simétrica. No puedo hacer desaparecer todas las rupturas y grietas que ha dejado en mí el amor vivido, el odio sufrido. Deseo restablecer la paz perdida. Recuperar el control de mi ánimo. Igual que empiezo muchas veces termino reconociendo que no puedo. Solamente si Dios dejara caer sobre mi como un fuego su mano acogedora cambiaría todo por dentro. Pero cuando me muevo yo solo fracaso en ese intento. He intentado responder a todas las preguntas que surgen en un mar confuso dentro de mí. Me faltan respuestas, o me sobran preguntas. Me falta orden, o me sobra desorden. Intento conseguir una mirada paciente sobre mí mismo, un amor incondicional es lo que busco, para que me acepte en mi desorden. Descubro oscuridades dentro de mí que solamente Dios conoce. Y veo brillar escondida bajo piedras una luz que es mía, de eso estoy seguro. Brilla como oculta esa fuerza interior que poseo. No me da orden, no trae el equilibrio perfecto, ni logra la simetría, pero me da el fuego que necesito para encender mi alma. Brota dentro de mí desde los lugares más escondidos, desde los espacios más recónditos, desde mis pasados más guardados. Surge un manantial que no tiene fin, ni límite, ni cauce. Es una fuerza que me hace pensar que Dios me ha creado para dar luz y esperanza. No para establecer un orden que no consigo en mí mismo. Me ha hecho con barro y en ese barrio ha insuflado su vida, una luz que procede de las estrellas. Me reconozco frágil para llegar a todas las cumbres a las que aspiro. Y mis tropiezos de hoy me hacen reconocer de dónde vengo y quién soy. Y las emociones que a veces me perturban me llevan a comprender que seré siempre un enigma incluso para mí mismo. No tendré el control de todo, no alcanzaré ese orden que sueño. Viviré mi propio orden en medio de un desorden bendito. Y sabré que en el desequilibrio de mi vida, en ese torpe equilibrio, Dios me hace fecundo.

Hay personas que tienen luz y sonríen siempre. Son como una brisa refrescante en medio del calor del día. Son una esperanza en medio del desánimo, como un lugar de descanso en la carrera. Las miro y me sonríen. Las dejo ir y vuelven. La libertad es sagrada y el amor también lo es. Hay almas puras que no se desaniman aún cuando no logran llegar donde pensaban. Me dicen que se levantan por la mañana soñando con hacer realidad muchos planes. Creen que serán capaces de ordenar su mundo, y lograr encajar todas sus prioridades dentro de su alma inquieta. Cada mañana sonríen y vuelven a creer, vuelven a nacer. Y al final del día tocan con dolor el fracaso de sus planes. No han podido llegar hasta donde pensaban, no han logrado lo que habían paneado. Y entonces, aún turbadas por su incapacidad, estas personas se dicen en su interior, con una fe poderosa: «No pasa nada. Tampoco es tan grave no haberlo conseguido». Y de nuevo sonríen. Todo parece más fácil con una sonrisa y con esa actitud. Un fracaso es sólo una derrota, una batalla perdida. Por delante quedan muchas posibles victorias. No lograr lo que pretendía no puede hundirme. No puede quitarme la alegría ni la esperanza. Siempre puedo volver a comenzar. Siempre de nuevo la vida se viste de fiesta. Siempre puede haber alguien a mi lado recordándome que sí puedo correr y llegar más lejos. No quiero apagar mi impulso más hondo, mi pasión más auténtica. Vuelvo a comenzar aunque haya fallado. Y después de haber caído no me desanimo. Sonrío y me digo, no importa tanto, sigue habiendo vida. Me alegran aquellos que luchan cada mañana por llegar al final. Por levantarse sin miedo y sabiendo que todo tiene un final. Lo bueno y lo malo. Lo triste y lo alegre. Toda tormenta acaba con un claro. Todo infierno es el preludio de un cielo más azul. Los días llegan al final y sólo la eternidad no tiene principio ni fin. Los gritos se apagan después de hacer estragos en el alma que los recibe. Y las traiciones dejan surcos en forma de herida que el tiempo no borra, sólo amortigua el dolor. Saber que nada es perfecto y todo susceptible de mejorar es lo que hace que la vida sea diferente. «El deseo de perfección ha aumentado mucho. Tanto más tomo conciencia de mi miseria y debilidad». La perfección no es posible, no me salva. No hay un camino perfecto, una persona perfecta, una decisión ideal. No hay una familia perfecta, ni un amor sin defecto. Veo caras, no corazones. Hay pecados ocultos, decisiones erradas, fracasos evitables. Todo se diluye con el paso del tiempo y me asusto al pensar en lo que podría haber sido. Las horas pasadas nunca vuelven. Y entonces no quiero que el temor a perder me aparte de la línea de salida. No deseo que el temor a ser rechazado me impide decirte lo que siento, lo que pienso, lo que amo. Siento dentro de mí una nostalgia infinita de pasados llenos de luz que fueron un día como esas flores de corta duración. Hay un deseo muy hondo en mi interior que no logro descifrar. Sé que es el deseo de amar y ser amado, siempre el mismo deseo que me despierta al amanecer con la ilusión de lograrlo con el nuevo día. Puedo volver a intentarlo. Los desamores y sinsabores de la vida no me desaniman, sigo dando la vida. Siento dentro de mí la fuerza de un nuevo comienzo cada vez que retomo el ritmo del reloj que no deja de avanzar ante mis ojos. Al atardecer sonrío, al amanecer estoy lleno de ganas de comerme el mundo. No estoy solo en medio de la vida, veo una red de vínculos que está tejida a mi alma y eso me da esperanza. He recorrido caminos difíciles y extraños bien porque los elegí yo o los acepté habiéndolos elegido otros para mí. He tomado atajos a veces pensando que llegaría antes que otros, sólo era un juego, y un gran error. Los atajos no me salvan, más bien me condenan a seguir luchando. No quiero quitarle a la vida ni el sufrimiento que conlleva ni las alegrías que trae consigo. No le tengo miedo a los sueños que no se cumplen. Más bien hay en mi alma una luz que amanece con el sol sin que me dé cuenta. Me gustan las personas que siempre sonríen, incluso sin motivo alguno. Sonríen porque aman, porque se saben amadas. Porque han perdido la vida y la han recuperado intacta. Sonríen porque saben que la noche es el preludio del día y las estrellas esconden en su luz toda su entrega. Esas almas risueñas me dan alegría, espantan los fantasmas del miedo y permiten que en su voz brote un canto alegre que no conozco. Una melodía nueva que inunda el día de esperanza. Una pasión que alimenta el fuego que quema en mi alma las impurezas.

La tarea de toda mi vida será aprender a amar bien, de forma libre, dándome siempre por entero y cuidando que aquellos a los que amo sean felices.

 

 

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.