4 de abril de 2021
Hermano:
«Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de
su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición
de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de
cruz».
«La historia de la salvación se cumple creyendo contra toda
esperanza a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se
basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la
mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad.
Esto es lo que hace que san Pablo diga: - Para que no me engría tengo una
espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no
me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha
dicho: - ¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la
debilidad (2 Co 12,7-9). Si esta es la perspectiva de la economía de la
salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura».
La región mantiene el cierre perimetral y el toque de queda
a las 22 horas.
Más de 7 millones de dosis administradas y 2'5 millones de
personas inmunizadas en los tres meses transcurridos desde que iniciamos en
España el proceso de vacunación.
Cuando no me alegro con la alegría de los demás tengo que
preguntarme qué me pasa. Si siento rabia o malestar al ver a otros felices
tengo que cuestionarme: ¿Estará todo bien en mi interior? Es la envidia el
pecado más antiguo, el primero. Deseo lo que no tengo y no me alegro cuando no
soy yo el que disfruta una alegría. Si realmente no me alegra que el otro, mi
amigo incluso, aquel a quien amo, se alegre por algo bueno que sucede en su
vida, tengo un problema. Cuando no me alegra el éxito de mi hermano. Cuando no
valoro con paz y alegría lo bueno que le sucede en su vida, puede ser que esté
realmente enfermo mi corazón. En estos días de Semana Santa es la envidia un
sentimiento muy fuerte. Los fariseos no se alegran al ver la popularidad de
Jesús. Tienen miedo quizás, como si su fama fuera a poner en peligro su
posición y su prestigio. Desean su poder y le tienen envidia, ellos no pueden
hacer todos los milagros que Él hace y sus palabras no tienen la vida que
poseen las de Jesús. ¿Envidia? ¿Celos? ¿Miedo? Todo se mezcla en el corazón.
Envidio lo que no poseo y además los éxitos de los cercanos ponen en peligro
mis propios éxitos. Si mi vecino logra lo mismo que yo deseo, ¿qué queda para
mí? Resulta muy difícil alegrarse con el éxito de mi compañero cuando yo he
fracasado. O alegrarme con sus victorias cuando yo he perdido. Deseo lo que
otros tienen y no me alegra su suerte. Es el pecado del hombre que no tiene paz
cuando ve triunfar a otros. Parece que mi propia valía disminuye ante el valor
de aquel bajo cuya sombra vivo. Entonces no me alegro, no sonrío. Es la Semana
Santa un tiempo de caras largas y llenas de amargura. No desean el éxito de ese
Jesús que cuestiona sus propias formas y maneras de vivir. Es diferente a ellos
y envidian su libertad, esa autoridad que emana de su mirada, de sus palabras.
No creen en Él y no lo aman. Sólo quieren su mal. Y es que la envidia y los
celos llevan al desamor, al rencor, a la rabia. Y el odio anida dentro de su
pecho. «De celos se habla cuando se teme el perjuicio a raíz de tener que
compartir con otros el bien que se posee, por ejemplo, el amor de una persona,
o bien, conocimientos, poder, prestigio» . Los celos abundan esos días en
Jerusalén. Quieren matar a aquel que pone en entredicho el poder de los
fariseos. Es un peligro, una amenaza. Quiero mirar mi corazón en su verdad.
Muchos de estos sentimientos los tengo yo. Leía el otro día: «Saca toda tu
vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo Dios, qué horrores vi. Un desfile patético
en que estaban todos mis fallos, mis mentiras, mi egoísmo, mis celos, mi
arrogancia. Pero los contemplé sin pestañear. «Muéstrame lo peor», dije. Y al
invitar a las peores unidades de vergüenza a entrar en mi corazón, se quedaron
paradas en el umbral, diciendo: «No. A mí no querrás invitarme a entrar. ¿Sabes
lo que he hecho?». Y yo decía: «Sí que quiero tenerte dentro. A pesar de todo
sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi corazón. No pasa nada. Te perdono.
Formas parte de mí. Al fin podrás descansar. Se acabó» . Es un ejercicio
difícil dejar entrar en mi corazón todo lo que no me gusta de mí. Esos
sentimientos enfermos que no me dejan vivir con paz y alegría, son serenidad y
libertad interior. Esa envidia, esos celos, esa rabia, esa amargura. Forman
parte de mis pecados. Son parte de mi debilidad. Quiero hacer ese ejercicio de
reconocerme en mi debilidad en esta Semana Santa. No soy tan puro como me
gustaría, no tengo tan buenos sentimientos. No siempre me alegra el bien de mi
hermano, y lo bueno que a otros les sucede es lo que yo quiero. Deseo lo que no
tengo y temo perder lo que poseo y me hace feliz. La envidia me puede llevar al
odio y ese sentimiento me envenena. Reconocer que soy débil es el paso primero
para postrarme humillado ante Jesús este viernes Santo, al besar el madero de
la cruz en el que me entrega la vida. Y entonces me mira con misericordia, con
mucha paz. Sabe cómo soy y no se extraña de todo eso que a mí me sorprende. ¿En
qué momento de mi vida anidaron en mi alma sentimientos tan impuros? El paso
del tiempo ha dejado su huella y quiero reconocerme en mi verdad total, no en
esa verdad edulcorada que intento vender. Yo siento envidia y tengo celos.
Sufro al compararme y no soy feliz cuando a otros les va mejor. Es parte de mi
herida, de mi enfermedad. No me escandalizo al verme como soy. No me turbo.
Jesús me conoce mucho mejor y me mira como miró a la mujer adúltera, o a la
mujer samaritana en el pozo, o a Pedro esa noche en el que lo negó nada menos
que tres veces, o a Judas cuando lo besó aquella noche del huerto. Sí, me mira
sin condenarme, aunque yo mismo me condene. No le importa mi juicio, Él no ha
venido a condenarme, sino a salvarme. Y entonces me doy cuenta de algo muy
básico que olvido. El cambio en mí sólo comenzará cuando sane en mi interior. Porque
al sanar, los sentimientos que tengo cambiarán y seré capaz de soñar más alto y
llegar más lejos. Y dejaré a un lado esos sentimientos malos que me enferman.
Pero la sanación sólo me puede venir de ese madero, de esa cruz, de esa muerte
terrible. Sólo Dios sana, yo no puedo sanarme solo, sin Él. Sólo su amor me
sana y construye por dentro.
Ante la violencia respondo con violencia. Cuando me gritan
grito. Cuando me hieren hiero. Cuando me mienten, miento. Y si me tratan mal yo
hago lo mismo. Veo esa tendencia mía a pagar con la misma moneda. Ante el bien
y ante el mal. Es tal vez por eso que me provoca rechazo la pasividad de Jesús,
su silencio en medio de esta Semana Santa. Hoy dice el profeta: «Mi Señor me ha
dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de
aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda
a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el
rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los
ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría
defraudado». Isaías describe el Cordero que se va a entregar manso en las manos
del verdugo estos días de Semana Santa. Va a ofrecer su Cuerpo inmolado en la
cruz sin oponer resistencia. Deja que el mal se imponga, que el odio venza el
amor. Es como si el demonio pareciera ocupar el principal lugar estos días en
el corazón del hombre. Sé que Dios puede vencer siempre. Sé que el amor vence
al odio y el perdón al deseo de venganza. Pero aún así la pasividad de Jesús me
duele en lo más profundo del alma. Soy impaciente. Parece un hijo abandonado a
su suerte al que su Padre le ha negado la sonrisa. Nadie lo salva en el último
momento. En el salmo grito como Jesús oró ese día desde la cruz: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Al verme, se burlan de mí, hacen visajes,
menean la cabeza: - Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si
tanto lo quiere. Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de
malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se
reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes
lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme». Sería esta la oración diaria de
Jesús en esta semana. Desde el primer día en el que entra en Jerusalén aclamado
por el pueblo. Jesús calla ante las aclamaciones, espera y aguarda. No se
rebela cuando deciden crucificarlo. No responde con violencia a los ataques ni
clama por ejércitos de ángeles que acudan en su ayuda. En el fondo de su alma
espera a que Dios actúe y se manifieste y le diga cuál es el cáliz que ha de
beber y cuál es el sentido de todo. Pero no busca aliados humanos, no pretende
que sus hombres, débiles e inseguros, lo salven de esos otros hombres que sólo
desean el mal. No busca que las cosas se arreglen por el camino humano. Lo ha
entregado todo en el huerto en las manos de Dios y ahora sólo confía. Allí ha
dejado sus miedos en una hora de lágrimas y sangre. Allí ha entregado sus
deseos más íntimos, sus ansias de amar a todos y sus sueños de salvarlos para
la vida eterna. Miro a Jesús manso después de ese grito desgarrador en el
huerto. Ahora ya no habla, calla, no se rebela, no se indigna ante la
injusticia, ante ese juicio injusto. Normalmente yo no actúo así cuando veo que
las cosas son injustas. Intento que todo se resuelva a mi manera, buscando mi
bien y de acuerdo con mis formas. Y no alzo la mirada a lo alto buscando auxilio,
una señal, una respuesta. Yo quiero que todo se cumpla según mis deseos, no
pienso en ese Dios que va a salvarme en el último momento, cuando yo haya
perdido toda esperanza. Él lo hará todo a su manera, no a la mía. Lo hará
salvándome desde mi muerte, dándome la vida. Pero yo no me espero, me desespero
siempre, soy impaciente. Me rebelo, no soy manso ni humilde de corazón. Hoy
quiero mirar a ese Jesús manso que se entrega sin oponer resistencia. Quiero
mirar a ese Jesús que cree en su Padre y lo ama por encima de todo. Decía Santa
Teresa de Jesús: «Si algo acontece en contra de lo que hemos pedido,
tolerémoslo con paciencia». Frente a la violencia mansedumbre. Frente a los
gritos silencio. Frente al odio amor. Esas reacciones tan contrarias me impresionan.
Yo a menudo actúo como si creyera en el ojo por ojo. Y frente a una acción
busco una reacción. Pero no estoy llamado a vivir así. Las maneras de Jesús son
contrarias a las mías y eso me incomoda. Parecen ser el camino más seguro de
vuelta a la casa de Dios. Frente al odio, vence siempre el amor. Frente a la
ofensa, se impone el perdón. Frente al que me hiere, triunfa la calma. No sé si
algún día podré vivirlo así. No sé si será posible no alterarme, no dejarme
llevar por la rabia y el odio. No lo sé, porque estoy acostumbrado a vivirlo
todo como un agravio. Y me indigno con las injusticias que sufro yo y mis seres
queridos. No me quedo callado. Y me vuelvo esclavo de mis gritos, dejando de
ser dueño de mis silencios. Miro a Jesús que camina como un cordero llevado al
matadero y me sorprende ese espíritu tan dócil y manso. ¿Cómo podría mantener
yo la calma cuando otros pretenden quitármela? Me gustaría ser más dócil, más
niño, más tranquilo en mis gestos, más fácil en mis reacciones. Se lo pido a
Jesús esta Semana Santa. Que pase por mi vida y me calme.
Siempre me sorprende la entrada victoriosa de Jesús el
domingo de Ramos: «Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el
camino; y otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino. Y las
multitudes que iban delante de él y las que iban detrás aclamaban, diciendo: -
¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
¡Hosanna en las alturas! Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se
alborotó, diciendo: - ¿Quién es este? Y la gente decía: - Este es Jesús, el
profeta, de Nazaret de Galilea». Parece que todo está bien, y que todo al final
va a salir bien. Como si de repente se hubieran acallado todas las amenazas
contra Jesús y nadie fuera a levantar la mano contra el hijo de Dios, inocente
y lleno de bondad. Parece que todo está bien, ya nada podrá salir mal. Se
siente una paz extraña y nueva y parece que por fin las multitudes han
reconocido a Dios en la carne de un hombre. Lo admiran como Rey, lo siguen como
Hijo de Dios. Una sensación extraña después de tantos temores guardados en el
alma. Pero ¿será cierto? ¿Podrá el mal ser vencido por el bien? Con frecuencia
me pasa en la vida. Vivo momentos de domingo de Ramos y pienso que todo está
bien y lo malo se va a solucionar. Ya no habrá nada que temer, todo está
resuelto. Pero luego todo se complica de nuevo. Es como esa mejoría que
experimenta el enfermo poco antes de morir. Parece que va a salir de su agonía
y el corazón se llena de esperanza. ¿Qué pensarían los discípulos ese domingo
lleno de sol? Quizás pensarían que ya estaba todo resuelto. Sentirían que todo
era posible y no tenían que temer. Que sus sueños humanos respecto a Jesús se
iban a hacer realidad. ¡Cuánta ingenuidad! Como si la luz de un día de fiesta
fuera a borrar para siempre el horror de la muerte y la enfermedad. Esos
hombres que aclaman hoy a Jesús no obedecen nada más que a su corazón.
Seguramente en ese domingo hay junto a esa puerta de acceso a Jerusalén muchas
personas agradecidas. Hombres curados por Jesús. Muchos de los que se han sentido
reconfortados con sus palabras. Amigos valientes y amados. Hijos que han tocado
el amor de Jesús en sus corazones. Todos los de ese día son sinceros.
Simplemente ven más allá de la apariencia. Y con ese gesto sencillo no
pretenden cambiar las cosas. Solo quieren agradecer a Jesús por tantas obras
buenas que ha realizado. Tal vez no son conscientes del peligro que Jesús
corre. No han creído las amenazas de muerte que cada vez son más frecuentes. No
importa. Ese domingo es un día de fiesta. Hay que agradecerle a Dios por el
presente. Y ese momento es de fiesta. En ocasiones, turbado por mis agobios y
mis miedos, no disfruto el presente amable que la vida me regala. He vivido
muchos domingos de ramos. Pero no siempre los aprovecho. Son esos momentos de
calma antes de la tormenta. Son momentos de luz que preceden la oscuridad.
Momentos de esperanza antes de la desesperación. Puedo dejarlos pasar por temer
el futuro algo más incierto y mucho más triste. Puedo vivir quejándome por lo
que no ha ocurrido en lugar de sonreír como un niño feliz delante de su mayor
regalo. Quiero tener un corazón de niño que se ríe en la fiesta y se alegra con
el regalo del momento. Tal vez por eso a los regalos los llamamos presentes.
Porque todo regalo que recibo lo recibo en presente. Y en ese instante fugaz y
sagrado puedo vivir con alegría o dejarlo pasar con amargura preocupado por el
futuro que no controlo. Sobre lo que ha de venir no mando, no tengo poder.
Vivir la alegría del domingo de ramos no es una posibilidad, es una obligación.
Así como estoy llamado a reír y alegrarme con los momentos de fiesta en mi
vida, aunque tras ellos vengan desgracias y dolores. Nadie me puede quitar la
alegría vivida. Esa alegría llenará el pozo del alma y me dará fuerzas para
resistir las dificultades y dramas de la vida. Siento la obligación de llenar
el pozo de mi corazón con alegrías pasajeras, pero duraderas en el recuerdo.
Volveré a ellas cuando sienta que la paz me abandona y la nostalgia me hunde.
Sacaré con un cubo agua del pozo saboreando esos recuerdos sagrados y llenos de
luz que adornan mi historia santa. No me dejaré llevar por el desánimo y no
permitiré que mis domingos de ramos se tiñan de viernes santo. A cada día le
basta su propio afán, me dijo Jesús. Y lo he aprendido. Ya llegará el viernes,
de momento es domingo y el corazón se alegra y agradece. Jesús es un hombre
misericordioso, porque sus palabras cambian el corazón y sus gestos y milagros
me llenan de alegría en medio del camino. No es un hombre cualquiera. Es el
amor de Dios hecho carne. La presencia salvadora hecha presente. Y ese abrazo
de Jesús en mi vida no lo olvidaré nunca. Y reviviré los pasos de la procesión
de este día, de la borrica que carga con Jesús entrando en Jerusalén. Y
sonreiré a la vida porque ha merecido la pena vivir, sea lo que sea lo que me
depare el futuro, no importa. Tengo y he tocado muchos domingos de ramos. Doy
gracias al Dios de mi vida que me ha hecho sensible y capaz de enamorarme de la
vida. Sólo eso merece la pena. Vivo en presente y sonrío feliz, me basta.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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