25 de abril de 2021
Hermano:
«¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué os surgen dudas? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos»
«Jesús resucitado se fija en lo bueno de aquellos a los que ama y los busca para decirles que no teman, que está su lado, que siempre va a ir con ellos por el camino de la vida»
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La incidencia entre el grupo de 15 a 25 años dobla a la media de la comunidad y está en riesgo extremo.
El valor de la ingenuidad me parece un don muy anhelado. Es un don que me da Dios al nacer, viene impreso en mi alma, en mi mirada. Pero a veces la vida con sus cruces y desengaños rompe esa tela suave que cubre mi alma protegiéndola desde que soy niño. Y cuando esto sucede, dejo de pensar que todo es bello. La vida ya no siempre me sonríe. Y no todas las personas son buenas y honestas, al menos ya no me lo parecen. Y empiezo a ver suciedad bajo una apariencia perfecta. Y me desengaño y rompo por dentro cuando las heridas rasgan mi alma provocando dolor. Quisiera pedirle a Dios cada Pascua una nueva ingenuidad para vivir la vida. Volver a nacer de nuevo a la vida y sonreír. Aprender otra vez a pensar bien de mi prójimo y a hablar bien de mi vecino. Una mirada ingenua para no ver una mano oculta que todo lo echa a perder con malas intenciones. Para maravillarme con la belleza escondida en los árboles. Para contemplar sobrecogido un paisaje, con una sonrisa. Para hablar bien de los méritos de mi hermano y no condenar sus caídas. Para elogiar al que construye sin quedarme en las críticas por la forma como lo ha hecho. No sé si volverá esa ingenuidad primera que tanto extraño. Porque hace tiempo la perdí corriendo por las calles. Esa ingenuidad de Pedro cuando quiere salvar a Jesús de una muerte inminente, prometiéndole la seguridad de su espada. Esa ingenuidad de María Magdalena que ve en Jesús a un simple hortelano y quiere saber dónde ha puesto su cuerpo. Esa ingenuidad de los discípulos que lloran de alegría al ver resucitado a su maestro. No sé cómo va a hacer Jesús para devolverme esa mirada ingenua sobre la vida. Esa mirada capaz de alegrarse con los pequeños regalos de cada día y pasar por alto los pequeños golpes que voy recibiendo. Esa ingenuidad que me deja mirar con sorpresa el corazón de aquel que está junto a mí sin buscar en él pecados ocultos. Me da miedo pensar que me han robado la ingenuidad para siempre y que ni siquiera Jesús pueda ser capaz de levantar la losa para hacer que nazca de nuevo y resucite a una nueva mirada, a una nueva forma de ver la vida. Quiero pensar que es posible cambiar por dentro y volver a ser el que era con las heridas resucitadas. Quiero pensar que puedo mirar la vida sin rencores ocultos, sin rabias escondidas, sin sentimientos negativos. Y alegrarme con las cosas sencillas como los niños cuando juegan sin importarles lo que pueda suceder mañana. Quiero pedirle a Dios que me limpie por dentro no para romper mi historia borrándola de un plumazo. No quiero esa ingenuidad que provoca el olvido. Quiero recordar muy bien lo que ha pasado, lo que he hecho, lo que me han hecho. Pero al mismo tiempo quiero poder contemplarlo con ojos grandes y sorprendidos. Y alabar a Dios por todo lo que me ha regalado en medio de este camino, lo bueno y lo malo que he sufrido. Quiero la ingenuidad capaz de ver la bondad oculta debajo de obras malas y la mirada pura en actos que no son tan puros. Quiero pensar que puedo empezar de nuevo aún después de haber caído una y mil veces. Y creer en la vida después de haber palpado la muerte y las heridas. Quiero creer que Jesús con sus manos limpias y abiertas por las llagas es capaz de darme una vida nueva, una sangre limpia, una mirada pura, un corazón grande y una capacidad de amar mucho más ancha que la que tenía. Quiero creer que no está todo dicho. No quiero juzgar a los demás pensando que no es verdad lo que viven, tal vez me equivoco. Quiero creer en lo bueno que hay en cada uno en primer lugar y en mi propio corazón a veces tan herido. Quiero pensar bien de los demás y no tratar de dármelas de listo, suponiendo en mi hermano intenciones que tal vez no tenga. O si las tiene, ¿quién soy yo para presuponerlas? Quiero la mirada ingenua de María Magdalena esta mañana de resurrección. La mirada ingenua de Juan y Pedro que corren el sepulcro vacío y creen cuando no ven nada. La mirada ingenua de los discípulos de Emaús que se sorprenden al ver a aquel hombre que no sabe nada de Jesús el Nazareno. Quiero la mirada pura de los niños que en medio de la batalla son capaces de fijarse en las flores que crecen junto al camino. No descarto la posibilidad de volver a ser ingenuo como los niños, ya que un día lo fui. Con mis ojos grandes, mi sonrisa ancha y mi mano tendida buscando otra mano que me guie por los caminos. Es la ingenuidad de Jesús resucitado que se fija en lo bueno de aquellos a los que ama y los busca para decirles que no teman, que está su lado, que siempre va a ir con ellos por el camino de la vida. Esa es la mirada de Jesús sobre mí cada día cuando voy caminando. Su mirada me hace más puro. Su mirada me limpia por dentro. Su mirada me vuelve ingenuo, no sé cómo pero lo consigue.
Cada año me gusta detenerme a pensar en las apariciones. Jesús se aparece en su carne gloriosa ante los que lo aman cuando ellos menos lo esperan. Se presenta ante esos a los que Él ama y lo aman a Él. Aquellos que ahora están tristes y lloran su ausencia. A los que han perdido la razón para seguir luchando. A los que comieron y bebieron con Él compartiendo la vida. A los que soñaron con construir a su lado un mundo mejor, más justo, más humano, con más paz y concordia. Se aparece a los que tal vez ahora dudan de la verdad de todo lo vivido. O a los que esperan con miedo no correr la misma suerte que su maestro. Busca a los que tienen miedo y regresan a sus casas y costumbres de antes. Va a buscar a sus amigos porque ellos son los primeros con los que quiere compartir la alegría de estar vivo y haber vencido a la muerte, al mal, al odio. Desea que los suyos se sientan consolados, amados, protegidos. Quiere comer con los que un día ya comió. Y pescar a su lado como lo hizo cuando estaba con ellos. No se va a aparecer en lo alto del templo manifestando su poder para acallar todas las dudas con un golpe de autoridad. Quizás a mí, que busco la victoria rápida, es lo que mejor me parecería. Pero Jesús no quiere eso. No pretende que los que lo odiaron en su vida mortal crean por fin en Él y lo sigan. No busca que los indiferentes opten por creer en ese Mesías que había pasado haciendo el bien. No grita para que le oigan, ni hace un milagro maravilloso que todos puedan ver. Esa no es la dinámica de la salvación, nunca lo ha sido en el corazón de Jesús. Dios no me impone nunca su justicia. No fuerza la puerta de mi alma para que acepte su amor y lo siga. No me exige que lo ame hasta el extremo y esté dispuesto a dar mi vida por Él. No me suplica que lo siga por los caminos dejando atrás mis seguridades. Es todo mucho más sutil. Es una caricia, una presencia que enamora, un susurro al oído, nunca un grito, más bien un silencio lleno de notas musicales que apenas escucho. Su amor despierta esa paz que provoca en el alma una calma infinita. Lo hace con sus manos que se abren paso entre mis recelos. Dios no abusa de mí, no es el abuso su carta de presentación. No quiere que yo me vea obligado a obedecer cambiando mis planes previos. Quiere que yo elija libremente estar con Él y vivir a su lado. Por eso cada aparición respeta la libertad de aquellos a los que Él ama con locura. Y además usa el lenguaje que ellos pueden comprender. A María Magdalena la llamó un primer día por su nombre verdadero, le puso un nombre nuevo y ahora se lo repite. A Tomás le deja que palpe su costado, porque quizás necesita tocar su carne como otras veces, para creer y reconocer cuánto lo ama el Señor. A los discípulos de Emaús tiene que ir a buscarlos por el camino y es sutil, no los fuerza, simplemente les habla de Él y de su vida a su lado y ellos sin comprender sienten arder un fuego en su alma. Y luego parte el pan ante sus ojos, como ya otras veces había hecho, con ese estilo tan único de Jesús, tan bello. A Pedro lo va a buscar a la orilla para comer con él su propio pescado y luego le recuerda que lo ama y ha olvidado cualquier traición. Ni la menciona. Habrá seguro muchas otras apariciones que no conocemos. A su Madre seguro que se apareció y se dejó abrazar por Ella, como cuando era niño. A cada uno los llamó según la forma y el olor del amor que había surgido durante esos años entre ellos. Habría un lenguaje propio, palabras y gestos propios. Así es el amor, siempre tiene sus caminos originales, sus formas identificables. Jesús se va para quedarse de una forma única para cada uno. Así lo hace conmigo y me enseña a descubrirle caminando a mi lado incluso cuando más solo me siento y la tormenta es más viva en mi interior. En esos momentos de lucha se aparece con el lenguaje de siempre, el suyo y el mío. Ese que solo los dos reconocemos. Y me dice que me quiere con locura y no me va a dejar nunca. Me recuerda algo que yo olvido, que no tenga miedo. Cada día tiene su afán y Él viene a mi vida para cada día. Me gusta recordar las apariciones de esta Octava de Pascua para recordar así las veces en que Jesús ha venido a mi vida cuando menos lo esperaba. Recuerdo su caricia cuando lloraba. Su palabra suave cuando me dolía el silencio. Sus lágrimas en mis mejillas cuando la tristeza era muy honda. Su canto en mi interior cuando no me salían las palabras. La presencia del resucitado me cambia por dentro. Me levanta, me hace sonreír, me descansa. Y me da una fuerza única para que no viva con dudas. El presente es lo único que tengo. Y en él huelo su presencia, la acaricio, la intento retener. Jesús se irá muchas veces. Y volverá a mi lado otras muchas. Lo que me queda claro es que no me olvida. Y me ama más que nadie. Eso me consuela y me da fuerzas para seguir caminando. Le entrego mis miedos y Él me da su paz.
Es muy fácil hacer generalizaciones, sacar teorías, deducir principios con valor universal. Intento aferrarme a universalizaciones que me den seguridad. Quiero que me digan lo que vale siempre, lo que se impone en toda circunstancia sin importar quién está detrás, sin que valga lo que estoy viviendo. Escucho algo y aplico la norma general, lo que siempre está detrás de la palabra que escucho. Condeno y juzgo sin importarme las circunstancias atenuantes, ni valorar lo que se esconde en cada caso particular. Es como si me asustara lo subjetivo, lo que está sujeto a la interpretación de las personas. Tal vez por eso me gusta más ese mandamiento absoluto, sin excepciones, en el que me siento protegido. Detrás de la regla universal se me escapan los detalles, pero no importa. Ante la incertidumbre que rodea esta vida mortal lo universal es un paraguas que me protege en la tormenta. Pero luego me detengo ante Jesús. Y veo que Él actúa a través de las circunstancias, trata a las personas de forma diferente dependiendo de su historia y procedencia. Jesús se detiene al lado de cada uno tratando de responder a lo que sufre, calmar su sed concreta y original, secar su llanto único y lleno de dolor. Jesús no pasa por alto las circunstancias, por muy diversas que estas sean. No generaliza, no juzga a todos por igual. Jesús condena al pecado y salva al pecador. Y en la precariedad del hombre herido tiene una respuesta para cada uno. Veo entonces que Jesús viene a mi vida en todas mis circunstancias. Salvando todas las barreras y sin sacarme normas generales a ver si yo las cumplo. Él no aplica conmigo normas universales. No se queda en lo que debería ser, así, llanamente. Mira mi corazón como es en toda su hondura y no lo condena. Sabe de dónde proceden mis lágrimas y no me rechaza cuando he caído porque Él es capaz de sacar vida incluso de mi pecado. En el pregón Pascual canto cada año: «Feliz culpa que mereció tal Redentor». ¡Qué paradoja! Que mi pecado pueda ser causa de felicidad para Jesús, para los hombres. Que pueda ser puerta de mi salvación. Hoy escucho: «Si alguno peca, tenemos abogado con el Padre, a Jesucristo el justo». Dios me está llamando a través de los signos concretos de mi vida. A través de mi historia de salvación. A través de mi debilidad que se impone y no me deja alcanzar la norma objetiva y absoluta que pretende regir mi vida. Me mira conmovido y ante mi miseria reconocida y asumida sólo me puede mirar con infinita misericordia. De la misma forma Jesús me permite ver en la pandemia que ahora sufro una oportunidad, no sólo una desgracia y un mal para los hombres. Este tiempo convulso me revela la fragilidad que vivo. Descubro cosas que estaban ahí y no veía. Esta pandemia ha puesto una lente de aumento sobre mi propia vida. Ahora veo esas fragilidades mías que antes podían pasar desapercibidas pero que ahora duelen con fuerza. Me confronto con el mandamiento universal al que me aferro y me veo indigno. No logro estar a la altura de lo que espero de mí, o los demás esperan. Y compruebo que mi carne herida puede llegar a dañar a otros, a los próximos, a los que amo. Mi pequeño defecto se ha convertido en pecado grave, en falta de caridad. Ya no generalizo conmigo, ni con mi prójimo. No me fío tanto de lo que escucho, de las palabras con las que condenan a otros. Guardo mi condena, no la expreso. Antes que condenar, perdono. Antes que juzgar, paso por alto. Antes que interpretar, miro la realidad buscando la verdad, sin fiarme de lo que parece. En medio de esta tormenta no me voy a los extremos. No pretendo tener seguridades en tiempos tan movidos. Cuando todo se tambalea no pretendo asirme a normas generales que me den seguridad. La Iglesia en la que creo no busca juzgar y condenar continuamente lo que hace el hombre. «La Iglesia toma conciencia de que ella debe ser el principio de vida, el alma del mundo de hoy, de este mundo hostil a la Iglesia, hostil a Dios, de este mundo que huye de la Iglesia y huye de Dios. Por eso ella no debe ser una reliquia de concepciones antiquísimas, sino una realidad viva» . Es una realidad viva que se convierte en lugar de descanso para el hombre, en hogar, en tierra fértil en la que echar raíces. Creo en esa Iglesia que mira al hombre como Jesús, con misericordia. No lo condena con juicio rápido. No pone por delante la norma que tiene que cumplir. Creo en una Iglesia que es fuente de vida, donde todos encuentran su lugar y saben que allí pueden calmar la sed y beber hasta apaciguar todos los miedos. Me gusta esta Iglesia donde no están los puros e intachables, sino los que han sufrido en el camino de la vida y están herido. Han visto la hondura de su pecado y han acariciado la mano misericordiosa de Jesús en su alma. Creo en ese camino de vida que me muestra Dios para salvarme.
La fraternidad es la respuesta en este tiempo difícil. Todos somos responsables del bien común de la Iglesia, del mundo. Se trata de tender puentes, de dialogar con el que piensa distinto. Dialogar de forma abierta y frontalmente con el que no piensa como yo. ¡Qué difícil aceptar al que piensa de forma diferente! Cuando Lucas describe la primera comunidad cristiana, esa comunidad de los santos que caminan hacia Dios, está presentando un ideal muy difícil de alcanzar. Una vida compartida en comunidad junto a Jesús. Cuesta mucho vivir la fraternidad en los tiempos que corren. Uno se desilusiona y deja de creer en una comunidad de corazones que parece imposible. Comenta el Papa Francisco: «En el mundo actual los sentimientos de pertenencia a una misma humanidad se debilitan, y el sueño de construir juntos la justicia y la paz parece una utopía de otras épocas. Vemos cómo impera una indiferencia cómoda, fría y globalizada, hija de una profunda desilusión que se esconde detrás del engaño de una ilusión: creer que podemos ser todopoderosos y olvidar que estamos todos en la misma barca. Este desengaño que deja atrás los grandes valores fraternos lleva a una especie de cinismo. El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro. El aislamiento, no; cercanía, sí. Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí» . No es fácil vivir esta fraternidad a la que me invita el Papa en este tiempo convulso de la pandemia. He comprobado que faltan las fuerzas y el corazón se debilita. Falta la ilusión y dejo de creer que sea posible tocar el cielo compartiendo la vida con mis hermanos. Es el desafío que Dios me pide. Que crea en la fraternidad, en la comunidad ideal. Quisiera tener la capacidad de vivir con los que no piensan como yo y dialogar con ellos. El individualismo es el camino fácil. Es pensar que no necesito a nadie para salvarme en esta vida. Es dejar de creer en una Iglesia solidaria, comunitaria, para aplicar un lema en mi vida: yo me salvo solo. Como si de mí dependiera todo para llegar al cielo. Como si no me importara si los demás que caminan conmigo en la tierra fueran a vivir también a mi lado en el paraíso. La comunidad siempre es una exigencia. Me obliga a partir mi pan, preocuparme del que tiene menos y estar pendiente del que sufre. Esa capacidad para abrir el corazón ante el que me necesita es lo que me salva. Quiero abrir mi alma para mi hermano, para el que está junto a mí, a mi lado. No puedo poner la excusa de vivir pesando en lo que a mí me conviene. El corazón comunitario no juzga intenciones ocultas, no malinterpreta las actitudes de su hermano. Trata de acercarse para entender el origen de ciertas acciones. No habla mal del otro cuando no está presente. No cae en el egoísmo de no querer compartir la vida con los demás. Mucha gente se llena la boca con la palabra comunidad pero luego vive sembrando discordias, tensiones, diferencias. En lugar de construir puentes construyen muros de odios y envidias. Un corazón comunitario acoge al que es diferente, al que no piensa como él y es capaz de entrar en un diálogo constructivo. Piensa bien de los otros. No los condena antes de conocer todo lo que están viviendo. Es un corazón paciente que entiende que su hermano tiene diferente ritmo y forma de hacer las cosas. Acepta y reconoce los errores cometidos con humildad, sin refugiarse en querer mantener una vida intachable, sin mancha. Un corazón comunitario perdona los errores de su hermano. Acepta su debilidad. Comprende que no puede hacerlo todo como a él le gustaría. Cada uno tiene sus formas y eso es algo sagrado. Un corazón fraterno se solidariza con el débil sin condenar al poderoso. Acepta su realidad como mediador y pacificador en medio de las tensiones de esta vida. El corazón fraterno no busca los primeros puestos por vanidad o simplemente esperando el reconocimiento. Sabe quedarse en un segundo plano con humildad. Acepta las críticas y no se defiende cada vez que recibe comentarios negativos. No se hunde ante la condena de su hermano. Antes bien se pone en camino buscando el diálogo aunque este a veces parezca imposible. Un corazón fraterno construye comunidad desde la verdad, desde la caridad. No condena desde las premisas que defiende a los que no viven de la misma manera. Es un corazón misericordioso que se rompe por amor al hermano y lo acepta con alegría en su corazón. Sin pretender que desaparezcan las diferencias. Un corazón fraterno no huye de la confrontación, no evita los conflictos. Antes bien intenta crear paz con mucha paciencia y alegría. Un corazón fraterno es alegre. No deja que la tristeza lo cierre en su egoísmo queriendo vivir sus penas solo. Un corazón fraterno se parte en cada encuentro comunitario. Se pone a servir al que está cerca. Acepta los comentarios hirientes. No se llena de amargura cuando las cosas no funcionan. Vuelve a empezar de cero y cree en la fecundidad de la vida que se entierra para dar fruto.
La vida puede cambiar en un momento. Los discípulos que iban a Emaús llevaban la carga de la pena. En ese camino un desconocido les comienza a cambiar la vida sin que se den cuenta. Les conmueve cómo los escucha y cómo les habla. ¿No ardían sus corazones? Sí, hay palabras que pueden cambiar la vida. Y luego ese pan partido por el que lo reconocieron. Y entonces todo cambió para siempre en sus vidas. Bastaron una mirada, una palabra, un camino recorrido, un pan compartido. ¡Qué sencilla puede ser la vida de repente! Dejaron de nuevo su aldea. Dejaron la tristeza pegada a las paredes de ese hogar en el que cenaron aquel día. Y cansados, pero felices, volvieron al cenáculo: «En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan». Siempre me emociona recordar Emaús. Esa forma que tiene Jesús de buscarme en el camino, cuando yo me alejo y pretendo olvidarme de todo. Cuando la vida parece perdida y Él viene para recordarme que merece la pena vivir con un sentido. Y yo entonces creo y sueño. Y todo comienza de nuevo. Porque a Jesús le importo yo con mis penas y debilidades. Le importa mi vida que es pequeña. Le importan mis sueños y decepciones. Le importa lo que vivo y lo que espero. Y por eso recorre ese camino a ninguna parte. Ese camino de la lucha entre el olvido y el recuerdo. Ellos queriendo olvidarlo todo, Él queriendo hacer memoria. Basta entonces recordar la manera que tenía Jesús de partir el pan para que todo cambie. Ellos se aferran a ese único recuerdo como a la cuerda lanzada desde el cielo para rescatarlos de la muerte. El recuerdo es más fuerte que el olvido. Quizás olvidaron todo lo demás. Olvidaron sus sueños y las promesas de plenitud. Olvidaron las razones que los llevaron a dejar un día su tierra de Emaús. Olvidaron que la muerte no podía ser la última palabra. La pena, el dolor, el miedo son más fuertes en el alma. Y olvidaron la alegría ese día en el que regresaban a Emaús. A veces se introduce el desánimo en el alma. Como una niebla que aniquila la esperanza. Me olvido de lo bueno y recuerdo solo lo malo. La falta de ilusión me turba por dentro y dejo de confiar en el futuro. Por eso es tan importante mi actitud interior. Decía el tenista Rafa Nadal: «Si he cometido un error en el punto anterior, lo olvido; si se insinúa en el fondo de mi cabeza la idea de la victoria, la reprimo». Debo luchar contra los pensamientos que bullen en el corazón. Los que me hacen creer que ya está todo logrado y me llevan a relajarme y echarlo todo a perder. Y los que se quedan prendidos de los errores cometidos, como si ya no hubiera esperanza. Los discípulos de Emaús creyeron ese día en lo imposible y todo cambió de golpe gracias a aquel peregrino desconocido. Menos mal que no rechazaron hablar con él de cualquier cosa. Menos mal que no evitaron su compañía. Menos mal que lo invitaron a cenar con ellos cuando él hizo ademán de seguir adelante. Así es en la vida. Hay momentos en los que se juega mi futuro. Son oportunidades que se aprovechan o pasan de largo dejándome vacío. De mí depende, de mi actitud interior, de mi mirada que busca la verdad, de mi capacidad para rearmarme e iniciar un nuevo camino. «La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante» . Ellos ese día le contaron a Jesús lo que habían vivido. Recorrieron su historia buscando un sentido. Y fue Jesús el que dio luz a su pasado. Con su palabra suave y firme los llamó torpes para entender y los animó a comprender el sentido de su camino. Y ellos vieron iluminada su historia con Jesús. Eso me pasa a mí a veces. Me pongo a mirar mi historia y me enredo. Me centro en los agujeros negros, en mis heridas y errores y no avanzo. Necesito recorrer con mi pena el camino de Emaús. Y esperar a que Jesús ilumine mis pasos, la historia vivida, los días ya sin vida. Necesito que sus palabras traten de hacerme comprender el porqué de lo vivido. El sentido de mis amarguras y penas. También de mis alegrías y logros. Y entonces su luz como una fuente llena de agua pura me calma por dentro. Entonces arde mi corazón al pensar que todo lo que he pasado tiene una razón y merece la pena alabar a Dios y agradecer. Porque gracias a mis sombras es más visible su luz. Y gracias a las penas sufridas es más honda la alegría. Y entonces su palabra se hace vida en mi pecho y me alegro. Y en ese momento ya estoy preparado para dejar que parta el pan en mi mesa. Lo hace siempre en la eucaristía. Lo hace cuando vengo al final del día cansado y me dice que quiere comer conmigo. Para que se alegre mi alma y sonría. Me gusta volver a Emaús cada tarde, cuando anochece. Invito a Jesús a cenar conmigo. Él me recuerda con paciencia, como si fuera un niño, lo que vale mi vida. Me recuerda que ha estado Él conmigo cada día, a mi lado sosteniendo mi vida. Y me dice que no tenga miedo, que todo va a salir bien. Y me da fuerzas para caminar más lejos, siempre más lejos, confiando.
Me conmueve la aparición de Jesús entre sus apóstoles este día. «Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: - Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: - ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: - ¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: - Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». No es un espíritu, tiene cuerpo y carne, come y bebe. Y en medio de la alegría de los apóstoles se deja tocar y les muestra que sigue siendo Él. Hoy no quiero que el miedo y la sorpresa me quiten la alegría. Jesús está vivo en mi vida. ¿Eso me basta para estar alegre? Está vivo en medio de mis días. De mis batallas y luchas. Está conmigo en el camino y me dice que no tema. Está a mi lado y come a mi lado. La alegría de la Pascua es un don que pido todos los días. Para no olvidarme de dónde vengo y adónde voy. ¿Por qué el miedo logra quitarme la paz? Porque mi alegría no descansa serena en sus manos de hermano, de Padre, de Hijo. Busco una alegría pasajera que cualquier cosa logra enturbiar. Una alegría apegada al mundo, a la tierra. Busco esa alegría que me dan los hombres, me la dan las cosas de esta tierra. Y yo me empeño en cuidarla cada día para que no se apague, para que no muera. Y me olvido de mirar a Jesús que se detiene ante mí y me dice que es mi pastor, mi padre y mi hermano. Y me dice que me quiere con locura y come conmigo, bebe a mi lado. No se cansa de cuidarme. En la vida Jesús se aparece de muchas maneras. Lo hace de forma sutil y yo me asusto, me sorprendo y tengo dudas. Las dudas que cuestionan mi fe ciega. Lo que no toco no es real. Lo que no acarician mis manos no existe. Me cuesta tanto creer en sus silencios. Valorar sus caricias llenas de ausencias. ¿Dónde está vivo, de carne y hueso, comiendo a mi lado? Dios lanza lazos humanos para llevarme hasta Él. Son lazos frágiles, hechos de carne humana, de debilidad. Y a mí me cuesta ver en ellos a Dios. Veo antes el pecado, el orgullo, la vanidad, la envidia. No veo a Dios tirando de mí hacia lo alto. ¿Cómo puedo apreciar su presencia en el pecado de los hombres, en mi propio pecado? Los otros me tienen que conducir a Dios. Pero no necesariamente desde sus virtudes. También desde su fragilidad. Así lo hace Dios conmigo una y otra vez. Y a la vez yo quiero ser un camino al cielo para muchos. «No debo dejar que las personas se queden detenidas en mí: debo velar para que continúen su crecimiento más allá de mi persona y se adentren y arraiguen en el corazón de Dios. Dios deja caer una cuerda. Desea vincularnos con lazos humanos. A pesar de ser espíritu, Dios es muy humano y razonable. Desea atraer a los hombres con lazos humanos. Pero tira de la cuerda hacia arriba y no descansa hasta que todo haya llegado a estar vinculado con Él» . No retengo al que me ama con amor humano queriendo llegar a Dios. Cuido ese lazo invisible y fuerte que me lleva a lo alto. No dejo de luchar para que sea real el amor de Dios en mi amor humano y frágil. Amo torpemente y aún así mi torpeza me lleva al cielo a mí y a los que me aman con una misma torpeza. Pienso que Dios se aparece en mi vida con mucha frecuencia. Lo hace en ocasiones en medio de mis enojos y tristezas. Cuando me siento turbado por lo que me pasa. Está Dios oculto, escondido, pero tan presente que no puedo dejar de alegrarme y soñar. Dios está en mí. Incluso cuando mis heridas me llevan al pecado. Está aguardando a ver si levanto la cabeza y lo veo a mi lado. Está oculto en la fragilidad humana de los que comen y beben a mi lado. Presente en su vulnerabilidad que me habla del cielo abierto sobre mi cabeza. Ese Jesús humano y divino. Ese Jesús hecho de carne y de cielo. En mí está Él actuando. No sólo cuando me porto bien y sigo sus deseos. También en mi pecado está actuando y abriendo la luz del sol que yo intento tapar con mi pecado. Pero mi carne frágil es camino al cielo. Eso me da mucha paz. En mi debilidad se manifiesta con más fuerza su fortaleza y amor
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales
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