OCTUBRE de 2021
Hermano:
«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis,
pues de los que son como ellos es el reino de Dios. Quien no reciba el reino de
Dios
«Resuena en mi alma como un grito ahogado la voz de ese Dios
que me llama, me ama. Un sí labrado por mis manos que sostienen la vida. Veo la
estrella en la noche, el cielo despejado»
El Principado pone fin a la mayor parte de las restricciones
Se eliminan los límites de aforo y vuelve el baile a los
locales de ocio nocturno
Peregrinar tiene un sentido. Un punto de partida y una meta.
Y luego un camino por el que discurren mis pies, mi vida. Son pasos marcados en
la tierra, horadados en el cielo. Es mi vida como un viento que sopla en la
misma dirección, o en la contraria, siguiendo a Dios por la tierra. Siempre con
un sentido que marca los pasos y me lleva a lo más hondo de mi alma. Dejando
detrás huellas que no tienen por qué ser seguidas por nadie. Importa el camino,
vale la meta por la que lo dejo todo para seguir sus pasos, los de Cristo. Y el
comienzo siempre es un éxodo, un salir de mí mismo. Un atravesar la puerta de
mi casa y ponerme en marcha. Dejar atrás lo que me ata, mi seguridad, mi
comodidad. Y dejarme llevar por el sueño que mueve mis pasos. ¿Qué sentido
tiene salir y dejarlo todo? ¿Quién me espera al final del camino? Convertirme
en peregrino es tarea de toda una vida. Camino ligero de equipaje. Tengo clara
la meta que han de seguir mis pasos. Quiero dejar atrás el miedo escondido en
algún hueco del alma. Y desvestirme de la pereza y la desidia para poder
caminar. Me quito ese ropaje lleno de capas que me pesa muy dentro y no me deja
ser yo mismo. Ser peregrino es una misión, una tarea, es toda una vida de
camino. Supone salir y dejar atrás. Llevar consigo lo que el corazón ama. Y
tener claro que el equipaje ha de ser ligero, no tengo más remedio que llevar
mi vida a cuestas, mi historia y mis heridas. Lo que soy y lo que sueño. Mis
planes y mis deseos. Dejar atrás la estabilidad del hogar y esa seguridad que
ansío. Y salir de mí, venciendo mis miedos y reticencias. Porque el temor a
perder y fracasar me paraliza a menudo. Dejo atrás la desconfianza y la
angustia al sentir que nada está en mis manos y ya nada controlo. Salir es
siempre el comienzo, es quizás lo más difícil, el primer paso. Porque supone
abandonar seguridades y rincones cálidos en los que me permito habitar seguro.
Allí donde puedo ser yo mismo, oculto entre mis muros. Donde nadie puede entrar
si no le dejo. Peregrinar me expone a la vida, al aire y a todos los que forman
parte del camino, me hago dueño de ese lugar público. Allí donde los riesgos se
multiplican y sufro. Sólo es posible dar el salto cuando hay algo que no tengo
y ansío. Algo que no me pertenece porque no es mío. Un deseo que puedo colmar
sólo fuera de mí mismo. Un lugar, un encuentro, una presencia que no poseo y
ansío. Entonces la meta tiene un nombre completo que evoca un cielo sin nombre
en el que me proyecto, aunque no pueda nombrarlo. Y sé que llegando a ese lugar
tendrán sentido todos mis pasos, o casi todos. El peregrino se hace peregrino
por necesidad, por obedecer el grito del alma. Y sé que nunca llegará a su
destino final, hasta que un día sea enterrado camino al cielo. Y ya habrá
cesado así su caminar sin freno, sumido en un abrazo profundo con Dios, para
siempre. Habrá llegado a su hogar definitivo y ya no tendrá más miedo, ni lo
habitarán más angustias. Y ya no necesitará seguir peregrinando. Los deseos de
su alma estarán ya quietos, colmados. Me siento peregrino cada vez que rompo la
puerta y dejo atrás lo que me ata. Los muros que me esconden, las seguridades
que me calman. Llevo sobre mí ligero mi equipaje y en mi bolsillo ocultos los
miedos de la vida, para que no me turben. Y me habita un deseo inmenso de
llegar a ese hogar, a mi santuario, en el que alguien me espera. Es María la
que habita esa tierra santa hacia la que peregrino. Es Ella la que despierta
mis sueños, la que me promete esa paz que me falta y ese amor que necesito. Mi
Madre, al verme llegar, con dulzura me quita capa a capa todas mis pieles hasta
dejarme desnudo y seguro en sus brazos de madre. No tengo allí que esconderme,
me conoce y me ama. Por Ella, que me espera siempre sonriendo, soy capaz de
subir montes imposibles y recorrer caminos que no acaban. Vencer tormentas y
superar calores inhumanos. Y al llegar allí descanso, habito y duermo. En sus
manos cálidas me dejo formar, cambiar y vuelvo a nacer como un niño. Merece la
pena el esfuerzo del camino recorrido. Vale la pena sufrir y sentir a veces que
me falta el aire y las fuerzas para cruzar la puerta de su casa. Quisiera
llegar más rápido a ese hogar que amo sin aún poseerlo.
Ella, mi Madre peregrina, me enseñó a amar mi camino, a
valorar el momento que pisan mis pies. Me enseñó a echar raíces en la tierra
que recorro y habito al mismo tiempo. Cada paso que doy tiene un sentido y
merece la pena. Cada etapa está llena de recuerdos y de vida. Siempre rumbo a
la meta, ese final del camino. Pero a la vez siento que esa meta también es
pasajera. El cielo sigue siendo la meta final de todas mis metas, el descanso final
de todos mis caminos. Mientras tanto vivo aprendiendo a amar el camino en el
que echo raíces mientras doy mis pasos. Amo su inseguridad vital, su
incertidumbre, su inconsistencia, su temporalidad. Amo sus nubes y sus noches,
sus lágrimas y sus risas. Amo el calor y el frío, el sol y la luna. No me
importa el esfuerzo que adquiere un sentido al sentir las estrellas marcando
caminos imposibles, indescifrables. Amo esta vida que responde a todo lo que yo
espero. Me alegra el alma ser peregrino, siempre buscando, siempre con
preguntas abiertas. Tengo claro que mis preguntas son las que me definen, no
tanto las respuestas heredadas, o las aprendidas por la voz de otros. Me
emociona ponerme en camino cada mañana, abriendo la puerta del alma y llegando
como peregrino al santuario. Me pesa la espalda y el corazón se enciende. Como
si los pasos por dar fueran mi alimento necesario para vivir de verdad y apagar
los temores. No tengo miedo de la soledad, ni de los silencios que ahogan mis
palabras. No me incomodan las canciones que repito muy quedo, dentro de mi
alma, al contrario, me alegran. Dibujo ante mí esa meta posible y diaria, mi
santuario, el rostro de mi Madre que me espera cada día allí con la puerta
abierta. Ella está aguardando mi llegada al final del camino. Y al mismo tiempo
está aquí, en medio de mis pasos sosteniendo mi ánimo y dándome esperanza. Es
la paradoja que encierra esta vida: Dios es el final y el comienzo de todo lo
que hago y vivo. Es el camino y el cielo que lo cubre. El sol y las nubes que
no me dejan ver la claridad de la meta. Dios es el fuego que me da calor y la
brisa suave que refresca el bochorno del camino. Dios es ese lugar de descanso
en el que recuperar las fuerzas y la fatiga que amenaza con quitarme el aire
que necesito, es tan fuerte el cansancio. Soy peregrino, me gusta el sabor del
camino, el olor de los pasos, la textura de la arena donde dejo mis huellas. No
es una misión peregrinar, es el sentido de todo lo que hago, es más bien una
forma de vida. Cada día despierto y vuelvo a dejarlo todo atrás poniéndome en
camino. No llego a la meta y en parte ya llego cuando doy un paso. Cada vez que
entro en el santuario vuelve a comenzar mi búsqueda. Allí descanso, encuentro
mi hogar, mi seguridad, mi tierra. María me cambia por dentro, no sé cómo lo
hace. Y entonces me envía de nuevo a la vida, al camino, ya no soy el mismo,
soy más de Dios, más niño, más dócil y así salgo de nuevo a la vida. Siento que
alcanzo el final cada vez y al mismo tiempo estoy muy lejos. Hago realidad mis sueños
y todavía acaricio los sueños que se siguen dibujando dentro de mi alma, nacen
de nuevo. Espero el encuentro final cuando al final llegue, mientras sigo
caminando. No tengo prisa por llegar, la vida es larga. El camino continúa, no
sé por cuánto tiempo, toda una vida. Por muchas veces que llegue al santuario
sigue siendo eterna la llegada y también la partida. No me importa, soy
peregrino de tierras lejanas. Y llevo en el alma el cielo espejado. Como una
pintura que me recuerda para qué he nacido y para qué vivo. Todo merece la
pena. Cada parada en el camino vale oro. Y cada persona peregrina que encuentro
entre mis pasos. No hay prisa para el peregrino que llega una y otra vez a la
meta para volver de nuevo al camino. El tiempo es un don y la vida un camino
que merece la pena recorrer con paso tranquilo y seguro. Ser peregrino les da
paz a mis pasos y despierta mis sonrisas. Y entiendo que todo tiene un sentido,
aún sin entenderlo. Peregrino de nuevo al santuario, no para encontrar
respuestas, sino para avivar las preguntas y que me den vida. Se enciende el
fuego en mi alma en un abrazo a María. Ella me ama y me lo dice y yo lo
necesito, para seguir creyendo. Quiero aprender a formular la pregunta correcta
delante de Dios, ahí está el sentido del camino. ¿Y la meta que María desvela
ante mis ojos? Se trata de caminar siempre más alto, más arriba, más lejos,
llegar a las estrellas. Y anunciar la paz y la alegría, la esperanza de los
creen en el cielo y sus estrellas. No dejo de confiar en que salir siempre de
nuevo le da sentido a todo lo que vivo. Salir y llegar al santuario. Salir y
encontrarme con los hombres en el camino. En cada etapa del camino echo mis
raíces. Es mi tierra, mi terruño. Ser peregrino es vivir con preguntas abiertas
lanzadas al viento. Miro ese mar ante mis ojos que dibuja senderos ocultos que
llevan al cielo. Aprendo a vivir en presente y esa actitud sagrada es la que
salva mi camino y el de muchos. Vuelvo a salir de mi casa, comienzo mi camino,
llego al santuario, sigue mi camino. Ser peregrino es lo que me salva. Siempre
más alto, más arriba, más cerca de Dios, donde María me abraza. En eso confío.
Ir y volver. Salir y llegar. Y encontrarme con los hombres, una familia. El
santuario es mi meta y parte de mi camino. Me hago más del cielo habitando la
tierra y echando raíces toco las estrellas.
Son más valiosos el oro y la plata. La madera vale menos, o
eso parece a primera vista. La madera se quema, se pudre, se estropea con más
facilidad, se quiebra. No parece tan noble, tan eterna como el oro o la plata.
Pienso que para Dios tiene que ser siempre lo mejor, lo más valioso, lo que es
único e irrepetible, lo más puro. Y si decido verter en un cáliz la Sangre de
Cristo, quiero que sea de oro, o de plata. O si coloco con ternura su cuerpo en
mi patena, no quiero que sea de madera. ¿Por qué me dejo llevar por las
apariencias? ¿Por qué me preocupa tanto lo que otros digan o piensen de mí?
¿Qué me importan lo que opinan sobre lo que pienso, lo que digo, lo que hago?
Decido entonces no elegir ni el oro ni la plata, y opto feliz por la madera.
¿Lo verán mal los ojos que lo miran? Me quedo pensando en mi cáliz de madera,
con su vaso de cristal trasparente en sus entrañas. Pienso en su historia
pasada, su origen en esa madera de olivo de Jerusalén. Su pureza, la
transparencia del vidrio sobre el que reposa la sangre de Jesús. Y contemplo mi
patena hecha también con madera de olivo. Esos olivos que un día vieron a Jesús
llorar sangre y agua. En medio de su dolor, en un huerto de olivos. En una noche
de traición y entrega. ¿Acaso es indigna la madera para contener todo el llanto
de Jesús? No lo creo. Me apasionan su textura, su forma, su suavidad. Me gusta
su firmeza y esa mano que un día dio forma a la madera, la trabajó pensando que
podría llegar a ser la cuna del Niño Dios y contener su sangre, esa presencia
que me da la vida. Creo que me parezco yo más a la madera que al oro y a la
plata. Como escribe el P. Juan Pablo Rovegno: «La Madera despojada de todo
artificio, de la pátina y del estuco, de la falsa uniformidad perfecta y de la
superficialidad del brillo». Así es mi sacerdocio, mi propia vida, hecha de
madera, o de barro. De pecado y pobreza. De verdad y alegría. Algunos de lejos
se confunden, ven brillar el oro, o la plata. No ven que es madera, sólo barro.
Miro con verdad y feliz mi cáliz de madera y vierto la esperanza en ese
recipiente que pretende retener a Dios, guardarlo entre los hombres como un
gran tesoro en vasija de barro. Añade el P. juan Pablo Rovegno: «Nuestro
sacerdocio... un altar hecho con los codos del camino y las cortezas del
curandero, con la recolección de los hermanos y la generosidad de los
remiendos. Más simple y verdadero. Más ara del sacrifico y del ofrecimiento,
que mármol frío o duro cemento. Más mesa compartida y diversa, que asimetría y
distanciamiento. Más corazón y realidad, que voluntad y cerebro». Elijo esa
madera tirada en el camino para forjar mi sacerdocio. Elijo ese tronco cortado
y viejo, despreciado por los hombres. Miro esa rama de la que es imposible pensar
pueda convertirse en cáliz o patena. Así es mi vida. Nadie podía pensarlo,
salvo Dios que un día se fijó en mi paso torpe. Y pensó que yo podría albergar
su sueño imposible en mis entrañas estrechas y cerradas. Y podría dibujar con
mis manos temblorosas su rostro sobre la arena de mi playa. Pasan los años y
ahí está mi vida sirviendo de cauce, de pozo, de espejo. Reflejo de una luz que
no es mía. Portador de un agua que no me pertenece. Salvador de los hombres
cuando yo mismo no soy capaz de salvarme siquiera a mí mismo. Sí, elijo la
madera antes que el oro porque me recuerda mi vida hecha de misterio y soledad,
de caídas y sueños, de esperanza y manos que sostienen mi débil deambular. Mi
madera forjada con el paso cálido de los años, repitiendo mi sí de la noche al
alba. Y sueño, con mucha fuerza, desde lo hondo, con el cielo en la tierra.
Sueño con esa capacidad perdida de retener el cielo en mis manos de barro. Y
contener las estrellas en el vidrio de mi miseria. Siento ese canto que brota
de mi garganta rota y se hace melodía suave silenciada en las noches sin
estrellas. Digo que sí al sacerdocio y sé que hoy sigue siendo un afán
desmedido, una pretensión vana, una osadía en medio de un mundo que no ve esa
opción como real. Este mundo en el que la tierra y el barro son demasiado
visibles. Y escucho un latido tan fuerte que apaga cualquier otro grito que
brote del silencio. Elijo ser sacerdote y parece una temeridad imprudente, un
salto en el vacío que no merece la pena intentar de nuevo. ¿Quién puede salvarme
si no hay una red que me sostenga en medio de la caída? La madera, vuelvo a
elegir la madera para mi cáliz, para mi patena, y sostengo la mano que la pule,
la trabaja y le da forma. Siento el dolor al ser tallado en mis entrañas.
Eliminando lo que sobra, lo que no es necesario para que quepa el mar de la
sangre de Cristo en mi estrecha hendidura de carne, de vida. Vuelvo a elegir la
vida, el amor, la fraternidad, la familia eligiendo seguir los pasos del
Maestro, de mi amigo. Elijo el sacerdocio de madera hundiéndome en las aguas
violentas que amenazan con hundirme para siempre. Flota la barca de mi vida
entre muchas olas. Y mis pies caminan unos pasos y se hunden. Deseo una mano
firme que me saque del agua y me salve. Acaricio mi cáliz de madera. Mi patena
de madera acrisolada con el paso del tiempo, de la vida. Brotan los sueños que
vierto en la tierra fecunda, para que den fruto sin saber muy bien cómo será el
futuro, no tengo miedo. Para siempre resuena en mi alma como un grito ahogado
la voz de ese Dios que me llama, me ama. Sí, un sí para siempre labrado por mis
manos que sostienen la vida. Veo la estrella más luminosa en medio de la noche,
el cielo despejado. Hay esperanza en mi vida, en el sí que pronuncio de nuevo.
Hay vida en esa madera pobre, más allá del oro y de la plata. En mi
imperfección, más allá de la perfección que un día soñaban otros para mí, o yo
mismo deseaba inútilmente. Estoy hecho de barro, soy cáliz de madera, soy
náufrago en el mar de mi esperanza, hundiendo por miedo mis pies en el agua
revuelta. Anhelo muy dentro tocar un día el cielo. Eso es lo que sueño,
débilmente mientras una mano firme de mi amigo, Jesucristo, sostiene mis pasos
que se tambalean y caen por inercia, torpemente. Y luego se levantan dando
gracias, alabando, mi vida es un misterio. Se lo digo a Jesús que me conoce.
El amor humano es tan frágil. Puede romperse cuando falta el
cuidado y se enfría el alma. Cuenta una leyenda de los indios sioux que unos
novios querían que su amor fuera eterno y le pidieron consejo al brujo sabio
del poblado para permanecer siempre unidos. Buscaban un arma para que su amor
fuera siempre igual de hondo, apasionado y verdadero. Y él les pidió que cada
uno por su lado buscara un ave. Él un águila. Ella un halcón. Volvieron a su
presencia con sus presas. Él les dijo: «Atad sus patas con un cordel suave pero
firme. Con mucho amor, con mucha ternura, pero un lazo firme». Así lo hicieron
y lanzaron las aves al cielo esperando que volaran en armonía. Pero el halcón y
el águila, acostumbrados a volar en soledad, no podían alzar el vuelo. Con
furia se revolvían la una contra la otra tratando de separarse. No lograban
alzar el vuelo tirando en direcciones opuestas. Entonces el sabio les dijo:
«Vayan juntos pero no atados como el halcón y el águila». Unidos siempre,
juntos siempre, pero no atados, aunque el cordel que una esté lleno de amor. La
libertad es esencial para volar unidos. Te elijo a ti de nuevo cada mañana
renovando el sí del primer día. Sin miedo a la aventura eterna que ansío. Ese vuelo
a las cumbres que sueño. Pero consciente de las limitaciones de mi alma, de mi
amor, de mi entrega. Y mi corazón sueña con el sí para siempre. Porque no está
hecho mi corazón para una soledad sin amor. Hoy escucho: «El Señor Dios se
dijo: - No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él,
que le ayude». Y Dios le dio a la mujer para que no estuviera solo: «Adán dijo:
- ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será
mujer, porque ha salido del varón. Por eso abandonará el varón a su padre y a
su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Se hacen los dos
una sola carne por amor, en libertad, unidos por el lazo del amor que quiere
ser eterno. Cristo lo corrobora: «Pero al principio de la creación Dios los
creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá
a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una
sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Es un
milagro que dos carnes diferentes, autónomas, separadas, con caminos de vida ya
recorridos se conviertan en una sola carne, y recorran un único camino. Tiene
que ser un milagro de otra forma es difícil de entender. Siempre me conmueve
acompañar matrimonios que llegan a los 30, 40, 50, 60 años. Me parece un
milagro que dos vidas tan separadas en su origen lleguen por amor a caminar
juntos para la eternidad. Y me duele en ellos la separación temporal que
provoca la muerte. Porque el corazón humano está hecho para el cielo y la
separación cuando hay amor es lo más ajeno a la vida que puedo imaginarme. Por
eso me duele que aquellos que un día se dijeron que sí para siempre llegue un
día en que separen sus caminos y no sepan vivir un día más en armonía. ¿Se
equivocaron en la primera decisión tomada? ¿Eligieron mal a la persona con la
que compartir la vida? ¿Uno de los dos, o los dos cambiaron tanto que lo que en
principio parecía evidente dejó de serlo con el paso de los años? ¿Dejaron
enfriar el amor y alguien se interpuso en el amor que se profesaban? Es difícil
comprender por qué lo que tenía en su inicio una semilla de eternidad puede
concluir con el paso de los años. Hoy muchas personas no creen ya en ese amor
para siempre. dudan de la fidelidad hasta el último día. ¿Quién es capaz de
amar así, sin límites? Tal vez el corazón se ha vuelto egoísta y no quiere
vivir renunciando toda la vida. Tal vez el amor inicial no era tan puro ni tan
maduro. Ya no lo sé. Pero me impresionan esos matrimonios que mueren al poco
tiempo de nacer, pasados solos algunos años, insuficientes para provocar el
desgaste o la hartura. Me impresiona que después de un noviazgo largo luego
sólo puedan vivir unos años juntos de matrimonio. ¿Qué ha fallado? ¿Quizás no
se educa hoy en el amor maduro a los hijos? ¿O la sociedad me incita a creer
que ese amor generoso y entregado es sólo una pérdida de libertad y autonomía?
Ya no sé si es posible educar en un amor santo en el que no haya sometimiento
ni anulación por parte de uno de los dos. Un amor generoso por ambas partes. Un
amor que viven los dos entregándolo todo, buscando dar el cien por cien sin
esperar recibir lo mismo a cambio. Un amor fiel en los detalles, delicado y
respetuoso. Un amor en el que haya siempre admiración y capacidad de perdonar los
errores y debilidades de mi amado. Un amor en el que no tenga que renunciar a
mí mismo y acepte a mi cónyuge sin exigirle que sea distinto a como es para
poder amarlo. Amar así es seguro fruto del Espíritu de Dios en mi corazón, si
no, no me lo explico.
La vida matrimonial es el reflejo del amor de Dios. El amor
que Dios me tiene y que se hace carne. Las dinámicas del amor que he vivido en
mi familia son las que luego reflejo en mi vida personal. Por eso son tan
importantes esos años de niñez y adolescencia donde aprendo a amar. Hay muchas
personas inmaduras en su forma de amar. Viven mendigando amor y confrontándose
con los demás, en una lucha permanente. No ser capaz de amar de forma madura
lleva al fracaso en mis relaciones personales. Cuando compito por ser más.
Cuando busco que me reconozcan siempre. cuando pretendo imponer mi voluntad en
todo lo que hago. Cuando exijo comportamientos y actitudes que el otro no puede
realizar. Hoy Jesús me pide que ame para siempre, que no me canse de amar, que
no me ponga límites: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este
precepto. En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él
les dijo: Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra
la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete
adulterio». ¿Es posible amar para siempre y en todo lugar a una misma persona?
¡Hay tantos matrimonios que fracasan! Hay muchos amores que comenzaron bien y
con el paso del tiempo languidecieron y murieron. ¿De quién es la culpa? Mejor
no buscar culpables. Simplemente no fue todo como uno esperaba. El fracaso del
amor es una experiencia dolorosa que marca para siempre. Todo amor lleva en su
interior el deseo de la plenitud y la eternidad. Uno sueña con un amor perfecto.
Y piensa que va a ser capaz de vivirlo. Luego la vida es dura. Las personas
cambian. Las circunstancias son adversas y las cruces jalonan el camino.
Comenta el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia: «Las familias
alcanzan poco a poco, con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a través de
la vida matrimonial, participando también en el misterio de la cruz de Cristo,
que transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de amor». La cruz
de Cristo transforma mi amor y lo hace santo. Lo eleva por encima del barro y
me permite tocar el cielo. Creo que el amor matrimonial no se mantiene sin el
perdón. ¿Es posible perdonar siempre? ¿Cómo puedo pedir perdón una y otra vez
sin que parezca que no le doy valor a ese gesto? Quiero pedir perdón y
perdonar. Es el único camino, la reconciliación. Comenta el Papa Francisco: «La
experiencia muestra que, con una ayuda adecuada y con la acción de
reconciliación de la gracia, un gran porcentaje de crisis matrimoniales se
superan de manera satisfactoria». Tendré que pedir ayuda si no sé perdonar, si
no sé pasar por alto las debilidades de mi cónyuge, si no sé amar hasta el
extremo sin importarme las renuncias. Sin perdón el amor no dura siempre y el
rencor debilita el amor. Me pone en guardia. Me aleja de la persona amada. Me
hace desconfiar y dejo de creer en que las cosas pueden cambiar. Perdonarme a
mí mismo y perdonar las ofensas y creer en la bondad del otro, en sus buenas
intenciones. El amor es frágil. Es como esa flor que se abre en un ambiente
sano y bueno y cuando se introduce la desconfianza se cierra por temor. La
desconfianza echa a perder el amor. Quiero creer en el amor para siempre. Pero
también entiendo que haya matrimonios que fracasan y no siguen adelante. ¿Qué
pasa entonces con mi vida cuando creía que esa aventura iba a durar
eternamente? Volver a comenzar, rehacer la propia vida, es una tarea inmensa.
El corazón se siente frágil para caminar en soledad cuando ese no era el sueño
primero. Muchas veces el final del sueño no lo busqué yo, me vino impuesto.
¿Cómo puedo llegar a perdonar el fracaso, la culpa propia o del otro? ¿Es
posible una felicidad diferente a la soñada en un principio? Siempre se puede
volver a comenzar. Y Dios no se baja de mi barca por muy doloroso que todo sea.
Cuesta asumir el fracaso y entender que las razones son dolorosas. Volver a
creer en el amor después de haber vivido la desilusión es un camino para el
resto de mi vida. Pero es posible mirar a Dios y pensar que Él sí cree en mí.
Aún cuando sienta que he tenido mucho que ver en el fracaso vivido. En la
experiencia dolorosa de la separación. Acepto las cosas como son, no trato de
fingir que no tengo ninguna responsabilidad. Asumo mi inmadurez y descubro lo
que he aprendido. Puedo volver a amar. No me juzgan los hombres, sólo Dios. La
vida es larga y las experiencias dolorosas se guardan para siempre. Porque Dios
quiso que mi amor fuera eterno. Y yo con mi debilidad trunqué su sueño, mi
propio sueño. Por eso al comenzar pedí tanto su protección: «Que el Señor nos
bendiga todos los días de nuestra vida. Comerás del fruto de tu trabajo, serás
dichoso, te irá bien. Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus
hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. Esta es la bendición del
hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga. Que veas a los hijos de tus
hijos». Es la bendición que siempre pido. Muchas veces el pecado y la debilidad
marcan mi vida. Y no es posible todo lo soñado. Pero Dios no deja de bendecir
mis pasos y confiar en mí.
Hoy Jesús bendice a los niños y me bendice a mí en ellos.
«Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los
regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: - Dejad que los niños se
acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de
Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no
entrará en él. Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos».
Quisiera ser como esos niños que se acercan a Jesús sin miedo. El niño sano
confía en sus padres, no vive con miedo. Todo es seguro en su vida porque su
familia es un fuerte, un lugar sagrado donde nada tiene que temer. El niño vive
el presente y lo valora como un don. Es capaz de sorprenderse siempre, nunca se
desilusiona porque la vida guarda siempre sorpresas. El niño mira con inocencia
a los demás, no los juzga, no sospecha, no se asusta ante ellos. Sonríe con
facilidad y sólo se enfada cuando las cosas no salen según sus planes. Pero
pronto recupera la calma. Los niños se acercan a aquellas personas que emanan
bondad. No desconfían, no dudan. El niño tiene un alma pura, inocente que ve
todo bien y se alegra con los regalos de cada día. El niño se entusiasma con
las aventuras y siempre está dispuesto a emprender un gran viaje. El niño necesita
el abrazo de los suyos para sentirse seguro. Un abrazo tierno y firme. Un
abrazo cálido en el que descansar el rostro. Quisiera tener un corazón de niño
para enfrentar la vida. El niño no es blando, pude tener una gran capacidad
para sobrellevar las contrariedades. Hablo de un niño sano, de un niño amado.
El niño que en sus primeros años ha percibido el amor incondicional de sus
padres, de su familia, no tiene miedo. Vive en la paz de un hogar donde es
aceptado y querido en su verdad. El niño sano descansa y sonríe. Vive volcado
en el mundo. Escribe Albert Espinosa: «Los niños miran mucho hacia fuera y poco
hacia dentro. Los adultos mucho hacia dentro y poco hacia fuera. Sólo los niños
que sufren miran hacia dentro». Y hay muchos niños que sufren, que han sido
heridos, que han perdido la inocencia por el camino. Niños a los que el
sufrimiento ha vuelto herméticos y desconfiados. Los ha hecho huidizos y poco
cariñosos. Tengo un niño dentro que ha sufrido y ha vivido. Un niño que a veces
tapo para que no grite dentro de mi alma queriendo salir. Un niño al que le
gustan los juegos y las personas alegres. Un niño sencillo y amante de las
diversiones. Tengo dentro de mí un niño enamorado de las aventuras y de los
sueños. Quiero volverme hacia dentro en un gesto nuevo. Abrazar como Jesús, muy
dentro de mí mismo, a ese niño herido por la vida que vive dentro de mí. A ese
niño amante del presente que se ha vuelto desconfiado. Ese niño alegre que de
vez en cuando llora. Ese niño sin memoria que guarda rencor. Ese niño sencillo
que se complica ante la vida y sus complejidades. Quiero abrazar al niño que
llora dentro de mí, o vive con rabia los contratiempos de la vida. Quiero
reírme con él y saber que la vida es más sencilla de como yo la veo, necesito
recuperar mis ojos de niño. Esos ojos capaces de asombrarse con la vida y
disfrutar los regalos que esta le regala cada mañana. Esos ojos de niño que
siempre confían. La entrega filial de los niños, la entrega confiada que cada
uno debería tener: «La apertura y entrega filiales son siempre elementos
constitutivos de la perfección del hombre y de la mujer. Ni el hombre ni la
mujer pueden carecer de ella. Y en este sentido hay que entender las palabras
del Señor: - Si no se hacen como los niños». Abrazando a mi niño interior me
sano. Me vuelvo más filial y confiado. Entiendo que Dios es mi Padre y a Él le
importa todo lo que me duele. Confío en su poder y nada temo en medio de las
olas. Me gusta esa mirada de niño que quiero conservar. Dios tiene el timón de
mi barca y yo nada temo. La confianza me lleva al abandono. Mi vida está en las
manos de Dios. ¿De qué me sirve preocuparme tanto por las cosas? Todo va a
estar bien. Nada va a salir mal si confío en el poder de Dios en mi vida.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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