Julio de 2020
Hermano:
Quiero aprender a vivir con paz en medio de mis dudas.
No siempre es tan necesario resolver todas mis preguntas. Tiendo a preguntar,
quiero saberlo todo, tener certezas. Parece como que la vida se juega en
encontrar respuestas a todas las preguntas posibles. Como si hubiera un
tutorial en internet para cada duda que se me plantee. Hay muchas respuestas,
pero no están todas. A veces me angustio en mis preguntas y busco un sacerdote,
un gurú, un catedrático, alguien culto, un santo, un terapeuta, un sabio que me
lo aclare todo. Pretendo que ellos con una sabiduría que yo no poseo resuelvan
todos mis conflictos interiores, aclaren todas las dudas, despejen todos mis miedos.
Busco a alguien siempre fuera de mí, por encima de mí, con la autoridad
suficiente como para decirme lo que está bien y lo que está mal en todas esas
preguntas y temas delicados donde quizás yo no lo tengo todo tan claro. ¿Qué
sostiene la Iglesia? ¿Qué defiende la ciencia? ¿Qué afirma el mundo? ¿Qué
susurra Dios? Quiero tener certezas sólidas que me permitan caminar por la vida
sin tambalearme. Me asustan las incertidumbres de este tiempo. Es como un mar
revuelto lleno de futuribles inciertos entre los que la barca de mi vida sufre
entre las olas. Quiero afirmaciones contundentes, respuestas definitivas,
dogmas claros y férreos que tranquilicen mi conciencia. Espero incluso que
otros decidan por mí, cuando yo no soy capaz de tomar decisiones. Y si luego me
siento atacado o juzgado por otros, diré, con mucha calma y elegancia, que son
otros los que me han aconsejado e incluso tomado una decisión de la cual no soy
responsable. Y así mi alma seguirá estando tranquila dejándose llevar por las
rutas que otros me marcan. Sin madurar yo, sin hacer el ejercicio sabio de
discernir lo que Dios quiere para mi vida. Creo que este tiempo que me toca
vivir me invita a vivir con preguntas abiertas. ¿Cuándo acabará esta pandemia?
¿Cuándo podré realizar todos mis planes previstos? ¿Cuándo podré volver a mi
vida normal, esa vida de antes? ¿Se habrá perdido algo en este tiempo de
guerra, algo esencial en mi vida de antes? ¿Habré perdido algo de lo que tenía
guardado en mi alma? ¿Habrán cambiado muchas cosas en mi forma de vivir, de
amar, de entregarme? En mi mentalidad masculina me cuesta vivir con preguntas
sin respuestas, con problemas no resueltos, encrucijadas en las que no tomo una
dirección concreta y permanezco detenido, sin respuestas, aguardando. Me da
miedo quedarme quieto en medio de indecisiones que me turban por dentro. Me
asustan esas verdades calladas y esas otras mentiras expuestas que veo a mi
alrededor tantas veces e incluso dentro de mi alma. Quiero conservar la alegría
y la paz en medio de vientos extraños y noches sin estrellas. Sueño con la luz
clara del día que llevo dentro del alma. Y sé que despejando nubes no
alcanzaría a ver el sol que tanto sueño. Por eso me dejo llevar en las alas del
viento. Confiando en que las respuestas más importantes ya me las ha dado Dios
en mi alma. La única certeza que sostiene mi vida es su amor inmenso. Me gustan
esas palabras: «¡Somos hijos de la luz, no de las tinieblas! Aquel ‘alégrate’
abre en modo programático la realización de la salvación, la cual entra en el
mundo como un don que se acoge con alegría y para la alegría, aun en medio de
la incertidumbre o el sufrimiento. La ‘buena noticia’ llena de gozo a la
Virgen, aceptando el mandato-don de alegrarse, aunque broten dudas, incertezas
y preguntas de ‘cómo’ se cumplirá el plan divino» . Sigo guardando en el alma
miedos y dudas, incertidumbres y preguntas abiertas. Pero sé que el don que
recibo de Dios es la confianza para seguir caminando como María lleno de
alegría. Ya no me turbo al pensar que no tengo muchas respuestas ni para mí, ni
para otros. Tengo preguntas que despiertan nuevas preguntas y eso me alegra. A
veces creo que me aburriría contar con respuestas claras y definitivas para
todo. Me quitaría la paz pensar que le puedo decir a cualquiera lo que tiene que
hacer en cada momento. Y creer que sé muy bien el camino que debe tomar para
ser feliz. Esa presunción me asusta. Creer que tengo una sabiduría por encima
de otros y que tengo respuestas que otros no tienen. Me gusta más la sensación
de mi alma pobre que no cuenta con muchas respuestas y que vive anclada en
profundas preguntas. Confiando siempre en que la certeza única que sostiene mi
vida sea ese amor personal y profundo que Dios me tiene.
Qué hago cuando se tambalean y caen los pilares sobre
los que construyo mi vida? ¿Dónde queda ese sueño que Dios ha querido soñar
conmigo cuando todo parece resultar mal? Una alianza de amor, una vocación a
caminar a su lado. Yo he tejido sueños y me han cortado la trama. Tiene algo
este tiempo de tragedia, de final inconcluso. Algo de injusticia y de abandono
en mitad de mi vida protegida y segura. Con miedo a reinventarme intento
recomponer las piezas del jarrón roto. Levantar de nuevo sobre sus mismas
ruinas el edificio caído. Pienso en el pilar de la salud sobre el que me sentía
fuerte y seguro. He convertido la salud en un ídolo. Me preocupo de estar sano,
comer sano, vivir sano. Y ahora un virus pone en jaque mi seguridad, mi paz
mental. ¿Y si enfermo y muero? No contaba con ello, con que nadie cercano y
querido muriera. La salud es algo sagrado. ¿Por qué me la quita ese Dios al que
amo? Me rebelo. La salud era un pilar firme, inamovible, ni el paso del tiempo
podría acabar con ella. Algo encontraría para ser eterno en la tierra. Siento
que ahora mismo un pilar se derrumba. Me aferraba como un náufrago a mi dinero,
a mi economía, a mis sueños de crecimiento. Tenía planes y proyectos. Y se han
venido abajo. La inseguridad amenaza mi negocio, el de tantos. Otro pilar
destruido. ¿Y ahora qué? Mi familia, mi entorno, mis amores. Ese pilar fiable
hoy parece bastante frágil. ¡Cuántas familias rotas, cuántas sueños fracasados,
cuántos amores frustrados! Pensaba que mis amores estaban bien, eran perfectos.
Y al llegar esta crisis me doy cuenta de la debilidad de mis vínculos. Amores
frágiles que no aguantan la sacudida de las olas. Leía el otro día: «Algunos no
saben vivir sino exigiendo. Exigen y exigen siempre más. Tienen la impresión de
no recibir nunca lo que se les debe. Son como niños insaciables, que nunca
están contentos con lo que tienen. No hacen sino pedir, reivindicar,
lamentarse. Sin apenas darse cuenta se convierten poco a poco en el centro de
todo. Ellos son la fuente y la norma. Todo lo han de subordinar a su ego. Todo
ha de quedar instrumentalizado para su provecho. Desaparece el reconocimiento y
la gratitud. No es posible vivir con el corazón dilatado. Se sigue hablando de
amor, pero ‘amar’ significa ahora poseer, desear al otro, ponerlo a mi
servicio» . Cuando no sé amar como Dios ama es lo que sucede. Y entonces me
quedo solo. Y se hunde ese pilar del amor. Pilar central. Hay otro pilar que
también se tambalea en este tiempo. El pilar de mi propia aceptación y alegría
de vivir conmigo mismo. La soledad puede ser demoledora. En un tiempo como el
de ahora en el que todo se paraliza he pasado mucho tiempo conmigo mismo y la
soledad duele. No sé estar a solas. No sé estar conmigo, en silencio, y pensar,
y rezar. Me doy cuenta de que un mundo detenido me acaba matando. Desaparecen
los escapes, las salidas, las argucias que encontraba para no enfrentar el
silencio en mi alma. Me llenaba de ruidos. Y ahora confinado me confronto con
mis propios demonios y me desespero. ¿Qué pilar queda firme en mi vida? ¿Cuáles
han caído? Es este tiempo una invitación a mirar al cielo buscando anclar mi
vida en el corazón de Dios, en el centro del costado abierto de Jesús. Allí soy
amado como soy y valgo lo suficiente para ser amado siempre. Esta certeza la
puedo encontrar en un tiempo de incertidumbre. Cuando han caído las patas de mi
mesa, surge del cielo un lazo lanzado al vacío de mi alma. ¿Quiero sostenerlo
entre mis manos? Me da miedo asirlo y dejar caer los pilares que intento que no
caigan con esfuerzos de malabarista. ¿Y si atado a esa cuerda veo caer todo a
mi alrededor y surge el miedo? ¿Y si me suelto? ¿Y si Dios me suelta? Es una
apuesta absurda. Todo o nada. Ahora o nunca. No quiero retener mi mundo viejo y
limitado. Quiero abrirme a un nuevo mundo. No quiero volver al día antes del
virus. Quiero un nuevo comienzo. Me reinvento. Me vuelvo a crear o dejo mejor
que sea Dios el que me recree a partir del barro de mi vida. Él sabe modelar un
hombre nuevo, una comunidad nueva, una familia hecha con jirones de mi hombre
viejo. Todo se aprovecha, nada se pierde para siempre. Quiero pensar que mi
vida puede ser mucho más grande y pura, más libre y santa. Una sola cuerda
lanzada desde el cielo. Pero yo no logro ver la mano de Dios sujetando entre
las nubes mi fragilidad. Sé que está ahí, escucho su voz en forma de susurro,
la sombra de una brisa. Siento una ráfaga de aire que me calma. Una voz lanzada
desde el cielo. No tengo motivos para dudar, para temer, para caer. Ahora que
lo he dejado todo me siento más libre. Soy más suyo, más de Dios, más niño, más
confiado. Me gusta esta nueva vida que puede estar naciendo en mí.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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